martes, 29 de mayo de 2012

Simpática experiencia dedicada a nuestros jovencitos de hoy.


Entre abril y mayo de 1986, no recuerdo bien la fecha pero fue por ahí porque faltaba poco para que cumpliera 14 años, Sergio “Pichi” Rodríguez, mí mejor amigo desde prescolar, me llevó a la plaza de 1 de Mayo y Mendoza a intentar fumar nuestro primer cigarrillo. Estábamos en segundo año.


Habíamos salido de la escuela y en aquel entonces uno andaba mucho en la calle, si incluso recuerdo que iba solo y en colectivo desde cuarto grado...

Y en los ochentas todo el mundo fumaba, ni siquiera estaba mal visto. Todo el mundo fumaba. Y uno esperaba ansioso cumplir determinada edad para empezar a fumar de una vez por todas, como cuando llegaba el momento de afeitarse, de manejar o de ponerse de novio. Fumar era subir otro escalón hacia la madurez plena, esa que anhelábamos con la ñata contra el vidrio, como dice el tango que cantaba el flaco Rivero.

No me acuerdo qué cigarrillo trajo Pichi para "desvirgarme" pero no era Marlboro. Era uno raro, seguramente robado a su madre. Puede que haya sido un LeMans, pero no estoy seguro. Lo que sí recuerdo como si fuera el día de hoy es que nos sentamos en un cantero de ladrillos que tiene la plaza y Pichi prendió el cigarrillo, le dio una seca y me lo extendió, como diciendo: “Tu turno”.


La sensación que tuve antes de agarrar el faso fue muy fuerte. La adrenalina había conquistado mi cuerpo y me quemaba el pecho, así que lo agarré y me lo encajé con determinación en la boca. Y le di una larga pitada. Y luego aspiré aire para tragar el humo ya que de lo contrario, como ya nos habían advertido miles de veces nuestros compañeros de colegio más grandes: si después de pitar no aspirás una bocanada de aire, el humo no llega a tus pulmones y no estás fumando. Y quedás como un pelotudo. Y no se debe quedar como un pelotudo.

De todas las detestables sensaciones que tuve, la primera que me atacó fue una tos muy fuerte y ,explosiva que lastimó mi garganta con la expulsión inmediata de ese humo que ingresó en mi cuerpo con intenciones de conquista. Y tosí mucho, muchísimo, casi se me salen los pulmones por la boca. Y me mareé bastante, la plaza me empezó a dar vueltas como el Zamba del parque Independencia. Luego me dieron náuseas, casi vomito, me subió el pancho con savora que había comprado en el segundo recreo, se eyectó d emi estómago como un cohete dispuesto a atravesar la estratósfera. Un verdadero asco. A Pichi no le pasó lo mismo ya que hacía unas semanas que fumaba, ya estaba más canchero. Y me explicó que estaba bien todo lo que me pasaba, que era "normal". Que había que adiestrar el cuerpo para fumar, que me iba a llevar unos días y que no iba a alcanzar ni con 10 cigarrillos para que se me pasaran esas asquerosas sensaciones de tos, náuseas y mareos. Que debía fumar muchos cigarrillos para dejar de sentir eso. Que era difícil atravesar la barrera, pero que todo el mundo pasaba por esa etapa de “iniciación”. (Pobre Pichi, no lo ví más y el otro día me enteré que hace unos años murió en un accidente de motos. Lo quería mucho y la vida nos separó. Fue uno de mis grandes amigos de la infancia).

Así que junté fuerzas y coraje y empecé. De a poco. Me animaba a uno por día, demasiado asco me daba fumar para intentarlo dos veces. Ni se me ocurría tres. Eso era imposible. Y siempre fumábamos un cigarrillo a la tarde, después de la escuela, yendo en bicicleta a boludear a algún lado. Nos íbamos bien lejos, con tal que no nos vieran. Y fumábamos en cualquier lado, generalmente en zona sur, por Bulevar Seguí, incluso a veces llegábamos hasta Uriburu.



Una vez iniciado, el gran dilema se interpuso en mi camino: ¿Qué marca fumar para ser visto con respeto? Diego, mí gran amigo de toda la vida que en esa época ya fumaba porque era un año más grande que Pichi y yo, pitaba Parliament, pero todo el mundo decía que el Parliament producía “ceguera” así que ni lo intenté y empecé a fumar Marlboro Box, que es lo que todos fumaban o ansiaban fumar en el '86. El problema era que yo compraba el paquete de Marlobor Box de 20 unidades y antes de entrar en clase se me terminaba, porque todo el colegio me pedía y yo siempre daba, así que me bajaba del colectivo, pasaba por el kiosko, compraba un paquete de 20, y entre las 2 cuadras hasta el colegio y la charla previa en la calle con mis amigos me quedaba sin fasos. O a lo sumo me quedaba uno para fumar encerrado en el baño en algún recreo, así que no era negocio. 

 

    
Entonces me encontré con otro dilema, porque tampoco tenía el sustento económico para bancar tamaño gasto diario. Podía dejar de fumar o cambiar de marca, una menos atractiva al ojo ávido de consumo de mis compañeros de escuela. Pero no quería dejar de fumar, había hecho un sacrificio enorme para llegar ahí, no lo dejaría por nada del mundo. Y cambié a Particulares 30.



Aun me acuerdo cuando llegué a la escuela ese día, como vinieron todos abalanzándose a pedirme fasos. Y también recuerdo los frenazos y las caras de espanto y de sorpresa cuando saqué del bolsillo de mi camisa un reluciente atado de Particulares 30 en lugar de los tentadores Marlboro que siempre convidaba con alegría. Y para colmo todavía no los había probado, el paquete estaba cerrado. Y todos se me cagaron de risa en la cara, preguntándome por qué estúpido motivo había comprado esa porquería, que esos cigarrillos no podían ser más espantosos, que eran cigarros de viejo y bla bla bla. Pero me hice el pelotudo y les mentí, aduciendo que me gustaban y que ya los había probado una vez. Incluso, para que no quedaran dudas, abrí el paquete y me prendí el primer cigarrillo negro de mi vida, el cual incineró mi garganta como si me hubiese tragado una brasa incandescente. Y todos me miraban, esperando ansiosos un estallido que no llegó jamás porque me la banqué firme como rulo de estatua. No sé cómo hice, pero lo soporté. Y me tuve que fumar el paquete entero sin chistar, que me duró como 15 días en lugar de 40 minutos, al final estaba todo arrugado y mojado, incluso lo terminé tirando, eran cigarrillos intratables.

Mis compañeros no me pidieron cigarrillos nunca más y nunca más volví a comprar Marlboro. Pero los Particulares 30, como bien pregona su nombre, eran “particularmente” desagradables, a pesar de que los fumaba mi viejo, no me gustaban para nada. Había conseguido dejar de gastar toda la guita que gastaba pero el costo, paradójicamente, era muy alto.

Así que fui al kiosko y pregunté qué otro cigarrillo negro había, ya que el secreto estaba en fumar negros, había que ser macho para fumar negros, nadie siquiera lo intentaba y ya estaba canchero. El kioskero me miró, con muy poco interés y me ofreció Imparciales 100. O Parisiennes.

  
 
Los Imparciales no me atraían para nada, eran mucho más largos y la forma del paquete sumada al diseño de su logo daban a viejo choto, mientras que en la vereda de enfrente el Parisiennes era hermoso, con la bandera francesa… Era mil veces más canchero fumar Parisiennes que Imparciales. Ya me imaginaba disfrutando un Parisiennes acodado en la baranda de la Torre Eiffel, con una remera rayada blanca y negra, una boina ladeada y una baguette bajo el brazo… Ah, París… La ciudad luz.

Mi primer Parisiennes lo fumé a los 16 años y eran el doble de fuertes que los Particulares. El doble. Cuando aspiré eso por primera vez me reventó la tráquea como si me hubiesen dado una certera toma de karate debajo de la nuez de Adán. Me noqueó. Me dejó tieso, y la sensación más presente que tuve fue la de bronca. Bronca por tener que empezar todo de nuevo. Hacía dos años que venía "iniciándome", hacía dos años que había empezado esta cruzada y cuando ya la tenía me encontré con esto. El Parisienne no tenía nada que hacer al lado de todo lo que había fumado hasta ahora, era como si nunca hubiese pitado un cigarrillo. Había que tener unos huevos así de grandes para fumar ese cigarrillo y ahora no iba a recular, si siempre le di para delante como un toro.

Y mis amigos más grandes me apoyaban en la elección, ya que fumar Parisiennes hace que uno fume mucho menos, porque hay que bancarse un cigarrillo de esos. Y otra cosa que me "beneficiaba" de fumar Parisiennes (qué tierno...) era que “el tabaco negro tiene menos productos nocivos para la salud que el del cigarrillo rubio”.




Y muy de a poco me fui haciendo amigo del Parisienne. Primero fumando uno por día, después dos, tres hasta que llegué a cuatro. Y por mucho tiempo fumé solo cuatro. Años enteros pasaron con esa cantidad. Uno a la mañana, con el café. Otro al mediodía, después de comer. Uno a media tarde, con el café. Y otro a la noche, después de cenar.

Pero con el tiempo agregué uno más a media mañana, uno más a media tarde. Y quizás uno después del último, a la noche, llevando la cifra a 6 u 8 cigarrillos diarios. Cuando salía de noche fumaba el doble, llegaba a 14 o 16 fasos. Pero a la mañana siguiente estaba asqueado, si fumaba más de uno, me descomponía así que los domingos me servían para lavarme la nicotina.

Y después la gente se empezó a morir, aunque en realidad, debo corregir esa frase: Después me “empecé a enterar” que la gente se moría por esa adicción y comencé a fumar con culpa. Aunque tampoco tanta, ojo, tenía 20 años recién cumplidos, ¿quién me iba a tocar el culo? Y todo el mundo hablaba del “vicio”, que una vez que se arraigaba era muy difícil quitar el hábito.

Y en esa época yo viajaba mucho al exterior, por trabajo, generalmente a Europa. Y el que fuma Parisiennes sabe perfectamente que es un cigarrillo hecho en Corrientes, que nada tiene que ver ni con Francia ni con su bandera ni con París ni con la Torre Eiffel ni con las baguettes bajo el brazo ni con las boinas, ni mucho menos con los mimos. Parisiennes es un cigarrillo correntino que no se vende en otro lugar que no sea en nuestro país, no es como el Marlboro,  el Camel o el Lucky Strike, que en todos lados encontrás seguro. Y el problema fundamental del Parisienne es que te hace adicto mucho más rápido que cualquier otra marca, porque es tan pero tan fuerte y distinto al resto que para sentir la sensación de fumar uno de esos tenés que fumarte al menos cuatro de otra marca, y no tiene sentido, se pierde la magia. Así que la primera vez que me fui al exterior no llevé cigarrillos y lo pagué muy caro. Nunca había estado sin fumar mis 8 cigarrillos diarios. Era mi primera vez en muchos años, cinco al menos. Y compré otras marcas pero no hubo caso, no me producían el efecto que lograba el Parisienne, el cual puedo describir de la siguiente manera: dolor “lindo” de garganta y tráquea, fugáz e inmediata borrachera y aflojamiento de piernas. Sensación de relax en el bocho.

Así que de ahí en más cada vez que tuve que viajar al exterior me llevé conmigo un par de cartones de Parisiennes, ¡qué lindo que era comprar cartones! Siempre había visto a mi padre que lo hacía, y siempre había tenido la ilusión de algún día poder comprar un cartón de puchos. ¡Ja!, ¡¿quién me iba a tocar el culo?! Tomá, gil. ¡Me compré un cartón entero!

Y la vida siguió pasando y yo seguí fumando esos 6 u 8 cigarrillos diarios sin darme cuenta que se me habían hecho vicio y que iba a ser muy difícil dejar ese hábito. Y por más que mi madre me dijera que dejara de fumar, que cuando sea más grande lo iba a lamentar porque no iba a poder hacerlo, yo no le daba pelota, aduciendo que si realmente querría, podría dejarlo en ese mismo instante. Que yo solo fumaba por placer y que la adicción la tienen aquellos que fuman uno, dos o tres paquetes diarios.

La primera vez que dejé de fumar fue a los 20 años. Fui a buscar a Ezeiza a una novia que tenía en aquella época y le pedí que me sacara una foto fumando el “último Parisienne”.


Pero duré poco, a los 3 meses estaba fumando de vuelta, me daba bronca no poder fumar porque, increíble o no, en el tiempo que estuve sin fumar desfilaban como una burla frente a mis narices montones de viejitos muy seniles pero fumadores perdidos caminando por la calle. Y cada uno de ellos me demostraba que se podía llegar a esos lejísimos 90 años fumando lo más campante, porque pasa siempre eso: Cuando uno deja de fumar ve gente muy mayor fumando por todos lados, parece a propósito, y quizás lo sea. Así que volví y fumé la cantidad habitual durante otros cinco o seis años hasta que mi ex mujer quedó embarazada de mi primera hija, momento elegido por mí para dejar de fumar definitivamente y de una vez por todas. Hacía años que venía amenazando a mi familia con que cuando fuera a tener un hijo dejaría de fumar para siempre.

Lamentablemente no sabía que una persona ansiosa como yo no debería haber intentado dejar de fumar durante el primer embarazo de su vida, no fue la decisión más acertada del mundo. La ansiedad me volvió loco, literalmente. Loco en serio. Por la falta de nicotina que me aplacaba los nervios, entré en una profunda depresión que me dejó yendo al psicólogo tres veces por semana hasta que éste me derivó a un psiquiatra, quien resumió todos mis insalvables ataques de pánico con una pastillita que me endrogaba y transformaba en una ameba unicelular que se despertaba, defecaba, trabajaba, comía, miraba un toque de televisión y se iba a dormir. Cero sentimientos. Cero sensaciones. Un robot, pero sin calambres estomacales ni ataques de pánico.




El embarazo me pegó así de mal no solo por el desacertado momento que elegí para dejar el faso. Tenía temor a que mi hija naciera con Síndrome de Down ya que en mi familia paterna hubo un caso, Gabriel, y en la época en que mi hija más grande nació, la única forma de saberlo con certeza y de antemano era haciendo un estudio que pusiera en peligro la vida del feto, por lo que no me quedó otra que ser paciente. Y sin fasos, únicos cositos que desde hacía ya 10 largos años me daban paciencia y me aplacaban los nervios.

Finalmente mi hija nació sana: 4,250 kgrs. Un hipopótamo era la loca. Más sana, imposible. Durante esos 9 meses de embarazo bajé 22 kilos, cuando solo tenía 8 demás. Tenía a toda la familia muy perturbada con mi locura. Estaba realmente poseído por esa depresión y no podía dejar de ir al psicólogo con quién, dos años después y hablando sin querer de cualquier pelotudez, salió el tema del cigarrillo que, aunque usted no lo crea, jamás había sido tocado en sesión de terapia. Nunca le había dicho al psicólogo que había dejado de fumar ni mucho menos le había confesado que había tenido una etapa de fumador. Hasta ese momento el tipo no se había enterado de ese detallito, importantísimo a la hora de entender lo que me ocurría.

Y le manifesté, desesperado como alguien que perdió a un ser querido y no logra reponerse, que quizás fuera eso lo que me agobiaba, que yo fumaba poco y que ya no encontraba otro motivo para estar así de desesperado todo el tiempo. El psicólogo, alelado, me preguntó cuántos cigarrillos fumaba y le dije entre 6 y 8 diarios, por lo que me miró como una madre que acaba de ver a su hijo mandarse una cagada muy menor, torció la cara y exclamó, extendiendo indignado sus manos a cada lado del cuerpo: “¡¿Seis cigarrillos?! ¡Haceme el favor de volver a fumar!”.

Y recuerdo que volví esa tarde a casa, era un miércoles y hacía dos años y dos meses que no fumaba. No me animé a comprar en el camino de regreso a casa pero tenía la sensación de haber visto en algún lado un paquete de fasos abandonado (sabía con exactitud donde había un paquete de Gitanes que había quedado en “algún lado”, “algún lado” era el fondo del cajón de los cubiertos del bayout del quincho, detrás de una cajita de madera donde guardaba por las dudas muy poca plata, para un taxi de emergencia o ese tipo de cosas. Estuve 26 meses viendo ese paquete de cigarrrillos en aquel cajón, solo que me hacía el que no recordaba dónde era que o había visto). Y saqué el atado, abrí la reja y me mandé al patio donde Tango, mi ovejero alemán de aquella época, dormía una siesta larga mientras esperaba que llegase la hora de la cena. Y prendí ese cigarrillo con una sensación de derrota que nunca más experimenté en toda mi vida. Había fracasado. El momento en que acerqué el encendedor al faso y le dí chispa fue el instante en que me sentí más prostituta en toda mi existencia, pero por supuesto lo prendí y aspiré mirando el cielo estrellado con la cara reventada de angustia. Y sentí, como un inmediato cachetazo, las exactas sensaciones que anhelaba sentir desde hacía 26 meses. De golpe. Como si jamás hubiera dejado de fumar. Como si hicieran solo un par de horas desde mi último cigarrillo.

Y volví a fumar. Y de aquella vez al 8 de marzo de 2011, dejé de fumar unas veinte veces más, pero ninguna prosperó. Ninguna superó las tres o cuatro semanas. Todos los intentos fueron en vano. Y cuánto más tiempo pasaba y más viejo me ponía, la vida se ponía cada vez más dificultosa y más necesitaba el cigarrillo.

A principios de 2011, luego de haber terminado mi libro y de haber pasado un montón de momentos tensos muy parecidos a un embarazo y a un parto dificultoso y encontrándome con unos amigos en la Feria del Libro firmando ejemplares de Boutique, decidimos ir a comer a algún lugar cercano a la Feria.



Éramos cuatro. Mi novia, Juan y Pía. Ninguno de ellos fumaba. Sólo yo lo hacía. La noche estaba helada y a pesar de que el día había estado templado y agradable, a la noche se puso verdaderamente fresco. Y los alerté, con un dedo índice amenazante, que debíamos encontrar un lugar que tuviera mesas afuera porque con esto de la prohibición que perseguía a los fumadores desde hacía un par de años se nos ponía cada vez más difícil poder disfrutar de nuestro vicio en lugares públicos.


Los tres me miraron un poco indignados, como diciendo: “dejate de joder, hace mucho frío para comer afuera”. Pero el fumador se pasa por los huevos lo que tenga que soportar el resto del mundo. O peor, ni siquiera lo toma en cuenta. Así que me puse de punta con mis amigos, quienes practicamente habían viajado a Buenos Aires solo por ir a visitar el stand donde se presentaba mi libro y los obligué a todos a comer unas horrendas picadas en un bar bastante berreta pero carísimo que tenía mesas afuera en lugar de ir a otro que estaba en frente, mucho más tentador pero sin lugar para fumadores.


Y terminamos de comer y prendí mi Parisienne y me puse a fumar mientras ya medio mamado degustaba una enésima copa de vino. Y no sé por qué, pero de golpe vi a mis amigos frente a mí titiritando de frío con las capuchas de sus buzos cubriéndole las cabezas y sacando una mano de la entrepierna solo un instante para tomar un trago de cerveza o vino y volver a guardarla en aquel lugar calentito.

Y usted se va a reír, porque tantas veces intenté dejar de fumar buscando mil formas diferentes y no consiguiéndolo, pero esa escena fue suficiente para que me cayera la ficha de una vez por todas.

Y dejé de fumar. Volví a Rosario y la tarde del 8 de Mayo de 2011 me quedaba un solo cigarrillo. Me dio mucha bronca porque pretendía fumarlo después de cenar, pero faltaba mucho para eso. Así que resumí la perorata y me lo fumé, parado en el patio, incómodo como el carajo y apurándolo, ya que estaban llegando mis hijas y nunca me gustó fumar delante de ellas.

Y lo fumé como el culo. Rápido. Como si se tratara de un detestable trámite. Y tiré el paquete de Parisiennes 10 en el tacho de basura. Y no fumé nunca más.



Hace un año que no fumo. Y sé que esta vez es para siempre. Aprender a fumar me costó un puñado de horrendas y asquerosas semanas. Dejarlo costó un poco más. Hay muchos puñados de semanas en 26 años, más de 1.300.

Espero que mi experiencia les sirva de ejemplo, y que si tienen 12 años o más, y hace rato que sienten interés por fumar un cigarrillo, sepan que el cigarrillo mata, y que cuando se empieza a fumar no se tiene mucha noción del valor que hay que darle a la vida. 

Y lo otro que tienen que tener en cuenta es que que dejar de fumar es prácticamente imposible.

Y sepan que estoy condenado a cadena perpetua. Que a pesar de que sé que no voy a fumar más, porque esta vez lo siento y no tengo los problemas que tenía en mi juventud. A veces, muy pero muy de vez en cuando, me agarran unas ganas de prenderme un faso… Imposibles de soportar. 

Pero me la banco, sé que tendré que bailar por siempre esta danza macabra por una estúpida decisión tomada a los 14, cuando vivía en un mundo en donde había que subir ese tipo de escalones para ser un hombre.