miércoles, 27 de junio de 2012

Dilemas de la vida religiosa



Es Domingo. Son las 8:30 de la mañana y Pilún, la nueva cachorrita que integra la familia, se despertó realmente hincha pelotas, jode a la madre, se come el cactus, ladra, corre, se golpea. Es ineludible la levantada de la cama. Ya no hay vuelta atrás. Así que, derrotado y agitando una banderita blanca, me levanto, me cambio y me llevo a las perras al parque. Voy por Pte Roca, o Pocho Lepratti, como más le guste, rumbo al Parque de las Colectividades.

Cuando llego a la iglesia del colegio San José, una pareja bastante mayor y excesivamente emperifollada estaciona su nuevo y reluciente autazo de clase alta en la puerta de la iglesia y, aprovechando la media hora que dura la misa, le da el “visto bueno” a un señor de condición muy pero muy humilde para que, mientras ellos creen un rato en Dios, éste les lave el auto.

Y no puedo conmigo, y me pregunto:

¿A qué va la gente a misa?

¿Qué tiene de “bondadoso” el acto de permitirle a una persona con sus necesidades básicas desahuciadas que te lave el lujoso auto de tu condición de tipo con sus necesidades básicas tan pero tan satisfechas que te podés dar el lujo de comprarte ese auto?

¿El señor de clase alta supondrá que Dios le va a ubicar una linda parcela en la nube 714 por permitirle al pobre ganarse unos mangos lavándole el auto?

¿Qué humillación violenta debe soportar un humilde para darse cuenta de que lo están cagando?

¿Por qué la gente humilde se atiborra en las puertas de las iglesias pidiendo “caridad”?

¿Por qué las iglesias no colaboran con estos pobres que piden en sus puertas y hacen como que no están ahí arrinconándolos en el piso mientras estos, con una mano extendida, piden unas monedas sobrantes de los bolsillos de los feligreses?

Al comienzo de mi vida no le prestaba atención a esas cosas, y por eso iba a misa también, ya que en mi familia todos lo hacían, incluso entre mis 13 y 15 años toqué la guitarra ahí dentro. Pero cuando comencé a sumar dos más dos y empecé a darme cuenta de que los números no me daban y que aquello era una verdadera hipocresía, dejé de ir a misa. Habré tenido 16.

Hace un tiempo acompañé a mi mujer a una iglesia ya que debía dar un concierto y me pidió que la filme, así que no solo tuve que entrar en la capilla (cosa que evito a toda costa) sino que, para peor, tuve que apostarme adelante (quiero mucho a mí mujer).

Y encima, cuando llegué con mis bártulos fílmicos, aún no había terminado la misa, que estaba infestada de feligreses que, de pie y con las manos anudadas en el pubis, escuchaban con atención lo que decía con un micrófono en su temblorosa mano un cura gordo, viejo y verrugoso.

Al principio no prestaba atención a lo que el clérigo decía, pero después comencé a escucharlo, porque no estaba dando misa, la misa ya había terminado. El párroco se quejaba abiertamente de la difícil situación económica que atravesaba la iglesia que él comandaba, y que para poder hacer la inversión de cien mil dólares (sí, cien mil dólares, leyó muy bien) que demandaba la instalación de las nuevas "luminarias exteriores" (...), lamentablemente no quedaba otra opción que recurrir a la bondad y generosidad de los devotos vecinos que aporten su parte. Y el cura, completamente alelado por no entender cómo podía ser que no consiguieran juntar los 100.000 dólares de una vez por todas ya que “ya había pasado un mes y aún no contaban con el total del dinero para la inversión”, retaba a los fieles presentes enojado, fastidioso e intolerante, ejemplificando, con elemental simpleza, como haría él para conseguir recaudar los benditos cien mil dólares con la inocente agilidad de un niño bien alimentado que sabe deducir tontas cuentas matemáticas, de la siguiente manera:

“…Así que no entiendo. No entiendo. Porque es muy sencillo. Solo se necesitan 10 feligreses que consigan 10 amigos que aporten 1.000 dólares cada uno. No es tan complicado. Ahora mismo tiene que haber 10 feligreses que consigan 10 amigos en el recinto, vamos... Hoy, acá en esta misa, debe haber más de 10 personas que tengan 10 amigos que puedan aportar 1.000 dólares cada uno, no me digan que no...
Y después está el otro tema, que hace rato que lo quiero señalar pero que nunca es el momento y hoy lo puedo decir ya que estamos en hablando de esto: ¿Cuánto les cuesta el colectivo para venir a misa? $2,50. Y si vienen en auto, ¿cuánto le dejan al trapito cuida-coches que se los vigila? $5. La nafta, ¿cuánto les sale la nafta para venir a misa? No sé hacer el cálculo, pero seguro que más de $5.
Nosotros no podemos con todo..., acá viene una chica que limpia, viene 4 horas semanales y le pagamos $84. $84 dividido 4 es $21 la hora. Y ustedes, cuando nosotros pasamos el limosnero, solo ponen $2. ¿Qué hago yo con $2? ¡Necesito 10 feligreses que donen $2 para pagar una hora de la chica que limpia!
Sean honestos y reconozcan que no están colaborando como corresponde…
A partir de la semana que viene revean su actitud a la hora de la donación, y durante toda esta semana que comienza busquen amigos que donen mil dólares cada uno. Mil dólares, vamos, que no es tan difícil... Tenemos que invertir en las nuevas luminarias para el exterior de la Iglesia y en un mes sólo recaudamos 68.000 pesos, así que les pido por favor…”.


Yo no podía creer lo que estaba escuchando, ya sobrepasaba todo límite racional. Porque soy muy respetuoso de las creencias religiosas, no me gusta andar diciéndole a este o a aquel que aquello en lo que cree no tiene ni pies ni cabeza, que la iglesia esto o que los curas esto otro. No me gusta, prefiero quedarme en silencio y respetar y soportar el momento. He ido a montones de bautismos. Incluso me he casado por iglesia en mi primer matrimonio porque mi ex mujer así lo requería y no me opuse. Nunca me molestó lo suficiente como para no ingresar en esos nosocomios de poder, pero esto era demasiado, no se podía soportar. No podía ni siquiera intentar entender lo que había escuchado. Y de inmediato me indigné con los feligreses, que seguían ahí, de pie y en silencio, respetuosos de las palabras de ese sectario secretario de Dios, aunque comencé a verlos a la cara y un bálsamo de alegría y tranquilidad inundó mis venas y me refrescó el cerebro: Estaban todos boquiabiertos y alelados. En silencio, sí, pero no por respeto o por estar de acuerdo con las palabras de aquel gordo irreal. Estaban callados porque seguramente no comprendían, como me pasó a mí, lo que habían escuchado. Y se fueron yendo, en silencio y atontados, caminando hacia la salida como los alumnos de la película de Pink Floyd The Wall.

Y yo me quedé adentro, tenía que armar el trípode, tenía que ubicar la cámara en un lugar estratégico y el público, ni bien los pasmados feligreses abandonaron el lugar, comenzó a inundar la iglesia, y luego ingresaron los intérpretes, los músicos y el director. Y todo se demoraba sin aparente motivo. Ya estaba el público presente. Ya estaban los intérpretes. Ya estaba la cámara lista, pero el director de la obra caminaba inquieto en su estrecho lugar, como un padre esperando ansioso el nacimiento de su hijo cuando de pronto, por un costado, aparecieron dos monaguillos cargando un cómodo y acolchonado silloncito dorado con mullidos almohadones en bordeaux oscuro y unas borlas doradas que se mecían en cámara lenta dándose aires de grandeza, y que ubicaron en el pasillo central que atraviesa la Iglesia, adelante de todo y a pocos metros de la espalda del director del coro.

Y por el mismo costado por donde entró el silloncito, finalmente, apareció en silencio y arrastrando sus castigados pies por el imponente sobrepeso, el capellán que hasta hacía un ratito nomás había dejado indignados a unos cuántos con sus desvaríos económicos. Y entró saludando con una mano al público presente como si se tratara de Juan Perón pero con una sonrisa infestada de dientes amarillos, negros y podridos. Y se sentó en el cómodo silloncito, muy cerca mío, mientras yo intentaba acomodar medio culo en la punta de esas ridículas banquetas colectivas para los inferiores feligreses que no merecen estar sentados en un cómodo silloncito con borlas doradas.

Y el cura me miró mientras se acomodaba y me preguntó si la cámara filmaba "Full HD". Y le dije que sí, asintiendo con la cabeza sin emitir sonido. Y comenzó el recital. Y por la mitad del primer tema, el gordo se durmió. Y roncó suavecito pero constante durante todo el espectáculo.

Y me arruinó la filmación, ya que el micrófono de mi cámara captó sus ronquidos.




Nunca voy a entender por qué la gente va a misa.

Ahora, eso sí, los respeto mucho. Mi abuela Elsa siempre decía: "Cada cual con su cada cuala".