jueves, 7 de marzo de 2013

Mi planta de limones tardíos






Tengo 40 años y hace de los 17 que trabajo. Terminé quinto año en una escuela técnica de a la vuelta del laburo y ese primer año trabajaba de uniforme escolar, así que comencé a laburar meses antes de terminar el secundario. Igual, en ese primer laburo no me fue bien, era muy pendejo y me la pasaba tocando la guitarra e invitando amigos con quien poder hablar al pedo y ¿la verdad?, no tenía puta idea de qué quería de mi vida, había visto una oportunidad, detestaba estudiar y lo mejor era empezar a laburar, como sea. Para colmo, aun no lo sabía en aquella época, debería esperar hasta cumplir 32 años para entender qué quería de mi vida, patear el tablero y ponerle los puntos sobre las íes a todo el mundo, pero no me quejo. Hay quienes lo descubren antes, hay quienes lo avistan después. Y hay quienes no lo ven nunca y mueren sin saber qué hubieran querido hacer con sus vidas.

Y en todos estos años de trabajo hice de todo, desde vender cañitos de cortina de baño y chapas fraccionadas hasta repartir mercaderías como viajante por el interior del país. Y el país tuvo todos los matices que pudo, con inflación, sin ella, con el dólar estancado en un peso. Con las privatizaciones. Con el corralito.  Con Alfonsín. Con Menem. Con De la Rúa. Con Duhalde. Con Néstor. Con Cristina.

Al comienzo del gobierno de Menem, esa época que veíamos dorada y que no vislumbrábamos, estúpidos o sedados, el negro descenlace futuro, mi labor era llevar chapas de aluminio, de dos a tres veces por semana, a los carroceros de colectivos de larga distancia, que estaban diseminados a las afueras de Rosario, generalmente enclavados en Villa Gobernador Gálvez, y que empleaban a miles de operarios que luego llevaban el sustento a sus familias y todos contentos. Villa Gobernador Gálvez vivía gracias a estas grandes fábricas de colectivos de larga distancia.

Y ese laburo me encantaba, siempre me gustó andar por la calle. Cargar la chata con las chapas y saber que tendría por delante al menos 3 horas para ir y venir escuchando música en lugar de estar en la oficina preparando pedidos o atendiendo el teléfono. Era genial.

Pero lo que más me gustaba era llegar a estas enormes empresas, que tenían barrera y garito de seguridad. No podía pasar cualquier boludo. Te tenías que anunciar en la entrada, como en las películas. Y un guardia te abría si ya te junaba, o preguntaba por interno si tenías o no habilitado el paso. Y yo me sentía re importante llegando con la F-100 y que los guardias me abrieran la barrera sin siquiera hacerme frenar el paso, saludándome con alegría.

Y pasar la barrera y manejar por las callecitas internas del predio, flanqueado por masivos galpones infestados de tipos que iban de acá para allá con auriculares de protección y esos zapatotes de punta de acero, todos disfrazados de porteros. O los Clarks, que iban y venían meta “píii-piíii” avisando la reversa. Las cargadas de los operarios al verme pasar, que me gritaban, saludándome con una mano en alto: “¡Juan, ¿con qué mano me hacés la paja?!” siempre el mismo chiste boludo. Y siempre nos reíamos.

Después descargar las chapas, hacernos leves cortes en los dedos con el filo sin darnos cuenta hasta que el jabón arenoso nos develaba el secreto por el dolor y el ardor que nos produciría al meterse dentro de los tajos.

Ir a las oficinas de “Compras”, charlar con la telefonista, con quien teníamos toda la onda y esperar junto a otros proveedores que nos atendiera el “gerente de compras” o, en su defecto, el “sub-gerente de compras”. Ser recibidos y que el tipo nos preguntara si queríamos tomar algo y después llamar al mozo por intercomunicador. Y cuando venía el mozo…, ¡vestido de mozo!, ¡y con bandeja!, era genial. Qué época genial. Cuánto trabajo que había… Increíble.

Después todo se fue a la mierda. Menem dejó entrar al mercado los colectivos brasileños, los Marcopolo, y las empresas argentinas se fueron cayendo como en un gigantesco dominó, de golpe. Y en un ratito. Creo que no fue más de un año. Aquello que funcionaba a la perfección desde hacía medio siglo y que mantenía aceitado el ritmo de vida de miles de personas, a la mierda con una firma y una coima. Cientos de trabajadores a la calle. Decenas de proveedores prendidos de deudas incobrables. Peces gordos de pronto insolventes y rajados al exterior. Vacío. Silencio. Sorpresa. Muerte.

Aunque no tuvo el problema de otros proveedores, mi padre nunca se recuperó de la estocada. Si hay algo que hizo bien en su vida fue, esa única vez, saber correrse a tiempo. No sé cómo fue que lo advirtió, porque no es una persona muy advertidora que digamos, más bien es medio tiro al aire, medio inconsciente para los negocios. Así que ésta no lo agarró. Después lo agarrarían otras, las más importantes: la falta de comprensión de que la vida no sería la misma y la testaruda decisión de mantener un estilo de vida que se había escurrido entre los dedos el día del fatidico y anunciado derrumbe para no volver nunca más.

Pero al menos no quedó prendido. Hubo otros proveedores que sí quedaron pegados. Y quedar pegados de una deuda de una empresa fabricante de colectivos de larga distancia era hablar de tener un cheque sin fondos por un importe con seis ceros… Así que no sólo cerraron las fábricas de colectivos, también cerraron muchos comercios que proveían materiales. Hubo un caso, por ejemplo, del que no voy a dar el nombre pero era una empresa muy pero muy grande, vieja y respetada de Rosario, que tenía tres socios. El accionista mayoritario, terminó vendiendo fraccionado aquello que vendía por toneladas en un localcito un poco más grande que un maxi-kiosco con uno sólo -el más leal- de las decenas de empleados que tenía cuando, meses atrás, para entrar a su despacho había que anunciarse en portería y atravesar dos secretarias y un contador. El segundo socio en importancia terminó yéndose a Entre Ríos, a hacer changas como electricista. Viajaba una vez cada tanto a Rosario en colectivos de larga distancia Marcopolo para ver a los hijos, ya que la hecatombe asesinó su matrimonio. El tercer socio terminó de peón de albañil. Nunca más supe de él.

Y el mismo destino alcanzó a los deudores. Aún recuerdo a los dueños de las fábricas de colectivos, tipos que tenían chofer y que quizás, si había viento a favor, algún día podría ocurrir que se cruzaran en nuestro camino por algún pasillo para luego tener la anécdota, para contar que los habíamos visto. O junarlos de lejos, inabordables, en alguna fiesta de fin de año organizada por su empresa. Eran tipos intocables.

Eran, ya no más.

Uno de los más grandes alquiló un galpón en donde, por los siguientes veinte años y hasta la actualidad, metería con mucho cuidado y haciendo fuerza un solo colectivo por vez y, contratando cuatro operarios, se pondría a reparar bondis siniestrados, chocados en ruta o con algún problema serio de carrocería. Todavía sigue haciendo lo mismo. Y, como dije antes, de esto ya pasaron veinte años. 

Otro se murió, ni sé en qué condiciones, ya le había perdido el rastro hacía rato.

Y después está la empresa más grande, con la que teníamos la mejor onda, la que una vez que hubo una inundación nos pidió prestado nuestro local (que era enorme al pedo) para guardar algunos chásis cero kilómetro aun no utilizados hasta que en Villa gobernador Gálvez bajase el agua. Y un día vinieron a estacionarlos al negocio, entraron siete, creo. Ya no recuerdo.

Ésta empresa era de un hombre grande que tenía dos hijos, y que murió unos años antes de la debacle. El varón, ingeniero industrial y próspero mandamás de la compañía recién heredada, terminó yéndose a dar clases a una universidad en España. Ahora tiene un bar allá, y no va a volver. Está separado. Su hermana, la otra heredera, sigue en Rosario y su marido, ex “gerente de compras” de la importante compañía de su suegro, fue bajando de niveles como en un juego dificilísimo hasta la actualidad, en que el otro día apareció por mi taller en una moto Gilera bastante vieja, berreta y desvencijada, para preguntarme si yo podía arreglarle unas ventanas de un vagón de tren que había enganchado para reparar como changa, en sociedad con otro ex pez gordo del rubro, también venido a menos que menos que menos.

Traía una mochila, como si fuese un chico cuando es un hombre de cincuenta y pico de años, y al pasar por el limonero que tengo en el jardincito de la entrada al galpón, se quedó sorprendido, no imaginaba que tuviera una planta tan grande de limones. Luego hablamos del mísero trabajo que le tenía que hacer y se fue, preguntándome cuánto le faltaban a los limones para estar maduros. Yo miré los frutos y no supe contestarle, porque cuando da, da una barbaridad, tenés que salir a regalar porque larga como quinientos todos juntos, pero por ahí se demora, tiene las ramas llenas de limones pero siguen verdes y no amarillean rápido.

De esa vez al día de hoy pasaron solo dos meses, y el ex “gerente de compras” y yerno del pez gordo más grande del rubro “fábricas de ómnibus de larga distancia” que había en Rosario, que diera trabajo a cientos de operarios y que en su época de esplendor hacía entre 40 y 50 colectivos por mes ya pasó tres veces con la moto y la mochilita, pero no para traerme más trabajos, no. Pasaba para ver de llevarse algunos limones.

Y aún no se pueden arrancar. Siguen verdes.

Igual, él no tiene apuro. No tiene mucho que hacer, así que seguirá pasando una vez por semana. Quién sabe un día se pueda llevar unos cuantos.