Querida Mónica,
El domingo pasado a la mañana, a eso de las ocho, salí a pasear a mis perras por la zona de la Isla de los Inventos. Vivo en Roca y Urquiza y el paseo hasta el parque no demora más de cinco minutos.
El primer episodio inadmisible que sufrí fue en Roca y Catamarca, un Renault Clío blanco conducido por un joven de alrededor de 25 años (que iba extrañamente solo), de pronto comenzó a tocar la bocina como si estuviese festejando un gol, sin excusa aparente, molestando a toda la cuadra que, al ser domingo, seguro aún dormía. Dobló en Salta, a los resantos pedos, y se perdió de vista.
Luego, al llegar a Illía y ya caminando por ese último sendero que lleva a la zona de Flora, al baño público y a las mesitas esas de cemento, un VW Bora nuevo arremetió por esa calma calle arando y quemando los neumáticos, calculo que vendría a unos 80 kilómetros/hora.
Me di vuelta, asustado. A mi lado, un repartidor de hielo y su empleado sufrieron el mismo espanto y también se sobresaltaron. Casi nos atropella.
El joven, al vernos espantados, lejos de pedir disculpas y con un rostro que claramente denotaba exceso de alcohol y drogas –y no digo esto desde la ignorancia o la exageración, tenía claramente la mirada estrábica, estaba muy colorado, muy transpirado a pesar del frío matinal que reinaba y se babeaba un poco-, se dio cuenta de mi expresión y me preguntó, envalentonado, si yo tenía algún problema. Le dije que no, que el que tenía un problema era él, que yo solo caminaba y no ponía a nadie en peligro con mi andar, a lo que me contestó: “Andá a laburar, pelotudo”, y se fue arando nuevamente a encontrarse con sus amigos, que lo esperaban 50 metros más adelante, cerca de donde están los vagones reliquia, seguramente para seguir enfiestándose.
Seguí mi circuito con las perras hasta Río Mío y luego, al volver hacia Roca, me encontré con una inspectora de tránsito que ya se disponía a dar directivas en su labor de cortar el tránsito para dar inicio a la calle recreativa, así que me acerqué a ella y le señalé el auto, que aún se encontraba estacionado al lado de una chata blanca. Se los marqué con el dedo. Los jóvenes estaban sentados en unos bancos cerca de sus vehículos. Estaríamos a 60 metros.
La inspectora de tránsito escuchó mis reclamos y me dijo que sí, que eran “esos pibes de siempre”, a lo que le dije “Bueno, ahí los tenés, son todos tuyos”, pero me dijo que ella no podía hacer nada, que hasta que no viniese un superior (¿?) ella no podía hacer nada.
Esto me hizo indignar mucho y le manifesté, encolerizado, que no me podía estar diciendo lo que me decía, que claramente tenía un caso fácil de accionar ya que desde el episodio en donde casi me atropella hasta el momento en que le hice la denuncia no habían pasado ni 10 minutos, por lo que el joven aún se encontraría bajo los efectos de lo que fuere hubiese consumido y que solo había que llamar a la policía, acercarse hasta el lugar, impedirle que volviese a subir al vehículo y, una vez hecho el control de alcoholemia, multarlo, enviar el auto al corralón, llamar a sus papis, detenerlo o lo que fuere.
Pero la mujer continuó diciéndome que ella no podía hacer nada y que si tenía problemas, que fuera yo quien llamase a la policía.
Yo no tenía mi celular encima porque hay mucha inseguridad en la zona donde vivo y salgo sin nada, con las llaves nomás, así que me fui, desconcertado y harto de resignarme, porque al final no entiendo cuál es el propósito de pagar sueldos a inspectores de tránsito, ¿cuál es su verdadero rol en la ciudad?, porque solo los veo mandando mensajitos en alguna obra en construcción haciendo changas extra, colaborando en la calle recreativa o multando padres que estacionan en doble fila en los colegios de sus hijos porque no consiguen, como ustedes dicen tan alegremente porque se nota que no llevan chicos a la escuela: LUGAR PARA ESTACIONAR NI SIQUIERA A 10 CUADRAS A LA REDONDA DEL COLEGIO.
Te digo esto porque luego del nuevo dictamen en donde aseguran que este año no se podrá estacionar en ninguna escuela ni siquiera sobre el cordón de la vereda, tomé la determinación –y sobre todo para no volver a pelearme con un inspector de tránsito luego de aquella vez, el año pasado, que llegaron al colegio de mis hijas uno en moto y el otro en auto, el del auto “mal estacionó” en la ochava y se puso a hacer multas, y el de la moto venía con el casco en el codo como precisamente está prohibido circular y también, dejó la moto en la vereda y se puso a librar actas como quien reparte caramelos- que decidí, decía, no usar más mi vehículo salvo en casos de lluvia, vida o muerte. Y mi trabajo está a 50 cuadras de mi casa y el colegio de mis hijas a 40, no a 10 o a 15, pero prefiero levantarme una hora antes e ir a trabajar caminando y salir del trabajo 40 minutos antes para ir a buscar al mediodía a mis hijas a volver a padecer una de estas indignantes injusticias que padecemos los tipos de 40 y 50 años que debemos movernos por la ciudad en auto, que somos quienes, con nuestros impuestos, pagamos los sueldos de los inspectores de tránsito, y que somos los más perjudicados con multas y continuas nuevas prohibiciones de circulación.
Rosario, en el centro, es tierra de nadie. El bar de Roca entre Santa Fe y Córdoba, mano impar, (donde el otro día fue a bailar ese chico que balearon en Villa Gobernador Gálvez) es un sembradío de narcos, faloperos, pisteros, motoqueros sin escape y borrachos que, a las 5 de la mañana de los jueves, viernes, sábados y domingos, sueltan a la calle como si fuesen galgos en una carrera de perros desquiciados que salen a los gritos, a los tiros y a los botellazos. Se corren. Se putean. Se aparean en la vereda. Rompen vidrieras. Accionan alarmas que luego nadie apaga. Se cascotean. Se lamentan. Gritan. Se recriminan inconveniencias. Aúllan. Se llaman a los gritos de una esquina a la otra, cantan canciones de fútbol, etcétera. Y todos estos días que te marco, en casa, entre las cinco y las siete de la mañana, no se puede dormir. Ni mi mujer, ni mi hija de un año ni yo. Con mi mujer nos quedamos mirando el techo, esperando a que pase “el temblor”, mi hija llora, me tengo que levantar a hacerle una mamadera. Todos los jueves. Todos los viernes. Todos los sábados. Todos los domingos.
Entonces, me pregunto:
¿Por qué motivo los tipos de 40 y 50 años que salimos a trabajar, que llevamos hijos a la escuela y que somos el músculo de la ciudad tenemos tantos pero tantos nuevos impedimentos para circular con nuestros vehículos por una supuesta “mejor calidad de vida” o para “evitar accidentes” y los jóvenes descabezados de nuestra querida ciudad tienen vía libre para falopearse, chuparse, cagarse a tiros en medio de la vía pública y volverse a sus casas a que se les pase la borrachera y nadie nunca hace nada de nada por frenarlos o prohibirlos?
¿Qué deberemos hacer aquellos que trabajamos, pagamos los impuestos y manejamos un auto con adolescentes y niños cuando escuchamos que en el Consejo se reunieron para aprobar esta nueva ley que prohíbe estacionar en las veredas escolares de la ciudad en lugar de dedicarse día y noche a intentar terminar con la guerra narco y con los pelotudos insalvables que destrozan cada una de las madrugadas céntricas con la impunidad de un presidente de facto?
Al final, el pibe del VW Bora tenía razón cuando me dijo “Andá a trabajar, pelotudo”, porque eso es lo que soy, un flor de pelotudo.
En fin, me voy a laburar. Te mando un cariño,
Juan Pablo Scaiola.