Anoche me quedé pensando en los
dichos de Cristina Fernández de Kirchner sobre el reguero de linchamientos que
se suscitó en nuestra ciudad y en otras localidades, pero sobre todo me detuve en
la desafortunada frase que eligió sobre “el costo de lo que vale una u otra
vida”, porque siempre es lo mismo con nuestra presidente, cuando algo no
resiste el más mínimo análisis y así y todo sale a dar inevitables y
tergiversadas explicaciones o a manifestar hipócritas cuestiones que la
excluyen del problema amparándose en irrisorias cuestiones que generalmente nada
tienen que ver con el asunto en cuestión: Un muchacho que, por intentar robar
una cartera, terminó finiquitado a patadas en la cabeza e incluso atropellado,
aparentemente, por una camioneta blanca de la que todo el mundo habla, que le
pasó por encima con el único fin de terminar de rematar su vida.
Y este tipo de noticias son las
que impiden a nuestros gobernantes salir airosos de asuntos tan delicados y cotidianos
para el resto de los mortales. Cuando en algún punto se va la mano, hay que salir
a hablar. No queda otra. Y con esta contagiosa nueva modalidad de linchamiento ciudadano
que germinó de pronto, nuestra presidente tuvo que salir por cadena nacional
para intentar frenar los linchamientos, y la verdad que no hubiese querido
estar en sus zapatos, porque ¿cómo se frenan unos linchamientos? ¿Qué se le
dice a la población en estos casos?
Realmente no sé qué se dice, solo
sé que "Cuando
alguien siente que su vida para el resto de la
sociedad no vale dos pesos, no podemos reclamar que la vida de los demás valga
para él más de dos pesos" no es la mejor frase del mundo para intentar aplacar las
tensiones ni llevar calma a la población ni evitar más y más pérdidas de vidas.
Este tipo de
expresiones no construyen nada positivo, ni para acariciar las sufridas almas
de aquellos que piensan que su vida no vale dos pesos, quienes solo continuarán
delinquiendo y esta vez con luz verde para matar en cada oportunidad que tengan
ya que la presidente en persona les está dando el visto bueno: “Ciuadadanos de vidas baratas que jamás conseguirán
una vida digna, vayan a robar, y si tienen que matar…, bueno, háganlo, esa
gente a la que les están robando no da dos pesos por sus vidas”. Y por
supuesto que tampoco sirve para aquellos que son asaltados, que no tasan, como supone
nuestra presidente, la vida de los asaltantes en $2 pero no tienen ni la
capacidad ni la obligación de velar por estos cuando no les alcanza el día para
cumplir con todas sus obligaciones y así poder pagar todos los impuestos y
servicios y cuestiones que la clase media debe afrontar para solventar el mega flujo
monetario que necesita el gobierno nacional para poder mantener los planes
trabajar de la gran mayoría –no todas-
de las familias de estos jóvenes que no consiguen vislumbrar un mundo mejor
fuera de la droga y a quienes no les alcanza el dinero que cobran del gobierno
para comprarse los estupefacientes que consumen a diario y por ello salen a
robar carteras de embarazadas envueltos en cruentos síndromes de abstinencia
que les impiden medir sus actos quitándole la vida a quienes eligen a dedo por
la calle.
Y no se podría siquiera debatir o buscar
excusas sobre lo que ocurrió el otro día en Barrio Azcuénaga, porque la vida de
Moreyra vale lo mismo que la vida de la joven embarazada asaltada -aunque en este caso valdría solo la mitad ya
que la joven llevaba una vida dentro de la suya propia- Dos vidas contra
una. Vidas, simplemente. Vidas que merecen ser vividas.
Hay todo tipo de vidas. Hay vidas que se viven de
principio a fin en la miseria más escalofriante. Hay vidas que comienzan en
pobrezas inauditas y terminan colmadas de riquezas. Hay vidas colmadas de riquezas
que se sienten vacías y comprarían a costo de abandonar todas sus pertenencias
una vida plena de amor. Hay vidas, como vi el otro día, que de muy niñitas son
obligadas a vender pañuelitos y curitas en la peatonal Córdoba, forzadas por la
vida de una mujer gorda en la madurez de su vida que, cuando vio a una de sus viditas
esclavas de cinco años sentarse en un umbral para descansar, la sacó de una
oreja basureándola e insultándola a más no poder mientras mi propia vida iba
caminado detrás de la suya llevando a upa la vida de mi hija más chica, recién
estrenada, haciendo que advirtiera con pesar e impotencia que aquella pobre
vida de esa niñita no conocería jamás la niñez que por derecho le
correspondería experimentar, como a toda vida, mientras los oficiales de la GUM
expulsan manteros en lugar de controlar este atropello y explotación infantil
tan a plena luz del día. También hay vidas como la de nuestra presidente, que
viven en una necesaria burbuja que protege su vida de todo tipo de peligros. Como
las vidas de los millonarios que salen en la revista Caras, que no tienen
siquiera que preocuparse por quedar expuestos delante de la vida de un
asaltante ya que sus autos están blindados contra este tipo de peligrosas vidas
dando máxima seguridad a las suyas. Y por supuesto que hay vidas laburantes,
que fueron bajando escalones desde la época de De la Rúa hasta la actualidad de
manera sostenida y que, habiendo pasado tanto tiempo de 2001 a esta parte, ya
no recuerdan esa vida que vivían sin los sobresaltos actuales atravesando tantas
épocas y gobiernos de los más variados colores políticos.
Y esas vidas laburantes son las que hoy no
llegan a pagar todo lo que el gobierno les exprime, las que sienten una
profunda injusticia por lo que les toca en esta “repartición de
responsabilidades”, las que no pueden ahorrar unos pocos pesos por mes para
eventualidades y se acuestan a la noche anhelando que no se les rompa el auto
ni les traiga ningún dolor de cabeza, o que la casa donde vive no tenga ninguna
falla edilicia ya que estas vidas se pasan las semanas enteras, desde hace
muchos años, trabajando para pagar servicios y quedándose con muy pocos pesos
para pasar el fin de semana, aunque aparentemente por lo que dicen Kicillof y
Cristina no es por el desmanejo económico nacional sino por culpa de cómo está
el globalizado mundo entero.
Vidas laburantes que recuerdan tiempos mejores
en donde hace poco más de diez años podían salir a comer afuera, o ir al cine; que
cambiaban el auto cada cinco o siete años, que se iban de vacaciones y hacían
funcionar la economía del país, tan estancada desde hace años precisamente por
estas vidas de clase media, que hoy están atadas a sus pocas y desvencijadas pertenencias
mientras caminan sus vidas con gran cautela de no cometer un solo error, ya que
no tendrían cómo remediarlo.
Y esas vidas de clase media son la que hoy,
desde hace años, ven cómo en un instante un chico de 18 años sin amor por su propia
vida y completamente delirado de drogas, puede agarrarte en la calle, ponerte
un chumbo en la sien y pedirte, a cambio de tu vida o la de tu familia, el
celular, la billetera o las zapatillas… Con los ojos salidos de las cuencas,
casi escapándoseles de la vida y en un estado de euforia que ni su propia vida,
si cobrase vida, concebiría.
Y ahí es donde salta el temor a lo
irremediable, el pánico a la fugacidad. Porque esas vidas laburantes saben que
algún día les puede pasar lo que ven a diario en las noticias. Y se pasan la
vida preguntándose ¿y si ahora me toca a mí? ¿Y si hoy perdiera la vida? Y de
inmediato, mientras caminan por la calle hacia el trabajo, hacen un raconto de
sus inmediatas pertenencias: Un celular. Las llaves de casa. La billetera con
la tarjeta de crédito y $50. Y saben perfectamente que no arreglarán a ningún
malviviente con $50. Y este tipo de vida laburante sabe que el día que una de
esas descarriadas y no incluidas vidas la encañone, no creerá que solo tiene
$50 en la billetera. Y el momento es fugaz, no hay tiempo para demostrar nada
ni para explicar los difíciles momentos económicos que está atravesando desde
años atrás en su vida. Y el tiro es inminente. Y apaga una vida.
Y del otro lado, la vida del que asalta,
desesperada por haber elegido mal a su víctima, no puede admitir el magro
trofeo recibido y tiene dos alternativas: o sale corriendo, o dispara y sale
corriendo. Y hoy por hoy, luego de todo lo que hemos visto en las noticias, es
un hecho que la vida de cualquier laburante vale dos pesos para cualquier malviviente,
quien elegirá quitar la vida y correr por sobre cualquier otra opción menos
costosa.
Y eso es lo que ocurrió el otro día en el
Barrio Azcuénaga, un grupo inexacto de vidas que jamás hubiesen imaginado que
quitarían una vida y que viene rumiando estos enojos y pensamientos desde hace
muchos, muchos años, vio a una joven vida con una vida en su vientre forcejeando
con un par de malvivientes y, como atacados por un cruento síndrome de
abstinencia parecido al de la droga pero inflada de exagerada e infundada justicia
divina, destrozaron a patadas la vida de David Moreyra, saltaron encima de su
vida y pisaron su cabeza con el solo fin de terminar con su vida. Como cuando
uno entra en una habitación sin advertir que en su interior hay una serpiente
venenosa que, en caso de morderte, acabaría con tu vida, así que lo mejor es
pisarle la cabeza y terminar con la suya primero, porque no hay tiempo que
perder, está tu vida en juego.
Espero que nuestra presidente sea más cautelosa
en su vida y de ahora en más mida mejor las palabras que utiliza, que sean
menos hipócritas. Porque son nuestras vidas las que están en juego. Todas. La
vida de David Moreyra y la de su asaltada, por igual.
Hoy nadie podría afirmar que David Moreyra habría
terminado con la vida de su víctima ya que fue él quien acabó sin vida.
Quizás lo mejor sería que nuestra presidente,
en lugar de salir a hacer esas exclamaciones sobre el supuesto de lo que cuesta
o no una vida, intentara construir un país en donde todas las vidas sientan
orgullo y ansias de ser vividas, porque este tipo de exclamaciones
incongruentes dignas de todo presidente que no tiene forma de
explicar lo sucedido, sólo entierran a quien las exclama, embarrándolo y
untándolo por completo en su propio fango.