viernes, 20 de agosto de 2010

Cuentos desde el Shoping




Hoy les voy a contar una historia real, pero con nombres ficticios, para no deschavar a los verdaderos protagonistas de la historia, en primer lugar porque no me dieron permiso, y en segundo lugar, porque no quiero ser el culpable de la expulsión de uno de ellos del lugar en donde trabaja.

Había una vez, en una localidad cercana a Rosario, tres hermanos provenientes de una familia de “clase media-baja”, que es la manera ilusa en que nos diferenciamos entre nosotros, y nos mentimos descaradamente mirándonos al espejo todas las mañanas cuando nos cepillamos los dientes.

Estos tres hermanos crecieron y se hicieron adultos. Ellos son, por orden de nacimiento, Palmira de 27 años, Heriberto de 25, y Juan Carlos, de 22.

Palmira estudió biotecnología, carrera difícil y prometedora si las hay en esta era. Heriberto, el del medio, estudió odontología, recibiéndose hace un año. Y después está el menor, Juan Carlos, que no sabe qué quiere de su vida y estuvo boyando de una carrera en otra sin tener claro qué es lo que le gusta. No lo culpo, yo a su edad tampoco supe que hacer con mi vida y aquí me ven, desilusionado, desesperanzado y enojado con todo, tratando inútilmente de dar algún manotazo de ahogado sobre el final de mi juventud.

Palmira, al terminar su carrera, ingresó a trabajar en un laboratorio con financiamiento alemán, para estudiar diferentes enfermedades que poseemos los seres humanos, víctimas de esta mierdera manera de vivir que alguien nos demarcó y que nunca nadie se planteó revertir. Bah, hubo un par de tipos que lo intentaron, de barba y ropa color verde oliva, pero a uno lo hicieron cagar en Bolivia hace un montón, y al otro lo encerraron en su isla y no pudo demostrar que tenía razón.

El laboratorio en donde Palmira hace sus investigaciones, a principios de éste año, consiguió un gran avance en el arduo camino de la batalla contra el Mal de Parkinson y el Mal de Alzheimer. Salió en todos los diarios, su grupo fue elegido “Personaje del año” en el diario “La Capital”, los recibió el intendente, luego el gobernador les preparó en Santa Fe un ágape lleno de tarteletitas de palmitos y champaña fresca. Incluso un allegado al gobierno nacional les adelantó que iban a tener el apoyo que necesiten.
Nada de esto pasó, obviamente, y el descubrimiento quedó en la nada, porque a los laboratorios no les interesa curar seres humanos, porque no es negocio, lo que sí están dispuestos a financiar son investigaciones que descubran remedios de “toma crónica”. Para que lo entienda mejor, si usted es investigador y descubre la cura contra el cáncer o el SIDA, deberá meterse en el culo su descubrimiento ya que ninguna corporación estará interesada en apoyarlo. Si en cambio usted, en lugar de quemarse las pestañas buscando una cura, se las quema diseñando una pastilla que el que tenga cáncer o SIDA deba tomar por el resto de su vida, sí. A las corporaciones le interesa mucho eso, tener de rehén a la mayor cantidad de seres humanos posibles.

Palmira trabaja alrededor de doce horas diarias. A veces, los domingos, tiene que largar experimentos en horarios completamente delirantes, como las tres de la mañana, por ejemplo. Gana $3.500 por mes.

Heriberto se recibió de odontólogo y tenía tres opciones:

Una era instalarse en Rosario, donde hay un odontólogo cada tres cuadras e iba a terminar trabajando de profesor de la facultad o de pinche de algún odontólogo de renombre. Mala idea.

Otra posibilidad era ir a trabajar de odontólogo a la localidad cercana a Rosario donde él nació, en donde hay un odontólogo cada cincuenta cuadras. Interesante.

La otra posibilidad era instalarse en el lejano pueblo en donde vive su padre, en donde hay un solo odontólogo, que ya está viejo y mañoso, y todo el pueblo lo esquiva, convirtiendo el paraje en un lugar habitado por seres con terribles problemas buco dentales. Tentador.

Heriberto se decidió por esta tercera opción. Y le fue muy bien. Trabaja como doce horas diarias y el pueblo hace cola en la calle para que el nuevo doctor le solucione el problema dental. Gana muy bien. Al punto que ya lo apretaron los sindicalistas del PAMI, para que les dé una comisión por los pacientes que atiende de esta arcaica y corrupta obra social del estado.

Y después está Juan Carlos, que probó una carrera, probó otra, abandonó. Entró un tiempo a trabajar en una corporación agropecuaria con nombre eclesiástico, pero por seis meses, que es el tiempo en que las corporaciones agropecuarias con nombres eclesiásticos toman empleados, contratados por un tercero, para luego echarlos y así no tener que pagar indemnizaciones. Entonces entra Juan Carlos, trabaja durante seis meses y es reemplazado por Equis, que trabaja los siguientes seis meses y así sucesivamente. La corporación agropecuaria con nombre eclesiástico le paga un porcentaje extra a otra corporación que maneja gente como si fueran repuestos en una repisa y listo.

Juan Carlos alcanzó a comprarse una motito en el tiempo en que trabajo de repuesto en aquella corporación agropecuaria con nombre eclesiástico, pero luego, al quedarse sin trabajo, no consiguió dinero para terminar de pagar las últimas cuotas de la moto, ni dinero para el combustible. La madre lo ayudó en esto último y logró terminar de pagarla.

Esto lo puso de mal humor. Los días pasaban, las ofertas de trabajo brillaban por su ausencia y comenzó a salir de noche y acostarse tarde, alcoholizado, seguramente para poder soportar mejor la triste realidad que le tocaba vivir.

La madre le reclamó compostura y comenzaron los cortos circuitos familiares. Y Juan Carlos se vino a Rosario, enemistado con su madre, a vivir en una pensión y a buscar trabajo de “lo que sea”.

Lo que sea” apareció razonablemente rápido. Consiguió trabajo en una empresa rosarina de comida rápida que hay en uno de los shoppings, el que está más lejos. La pensión está en el centro. Los horarios de trabajo son de 12 a 8 de la noche o de 4 a 12 de la noche. La moto quedó en casa de la madre, al no tener donde dejarla acá en Rosario.

Juan Carlos comenzó a trabajar en ese restorán de comida rápida bajo las órdenes del parrillero, primero organizando los pedidos, luego armando las brochetas para poner en la parrilla, luego administrando la carne que iría al asador.

Pasó una semana entera y Juan Carlos iba a trabajar con incertidumbre, ya que el dueño del establecimiento nunca aparecía por el lugar. Y comenzó a preocuparse. Y consultó a sus compañeros de trabajo, que le respondieron que eso era así, que el dueño no iba nunca, que muy de vez en cuando aparecía el gerente, una vez por mes, y sólo un ratito. Pero que no se preocupe, que le pagarían el sueldo. Juan Carlos les preguntó a sus compañeros a cuánto ascendía ése sueldo, pero los compañeros no lo sabían, ya que cada uno cobraba importes distintos, según el rango, y el trabajo de él todavía no estaba demasiado claro.

Juan Carlos continuó yendo a trabajar y ni el dueño ni el gerente daban señales de vida. Y pasó otra semana. Y otra.

Finalmente, un día, apareció por el establecimiento una joven con oscuros e inmensos lentes que le cubrían gran parte del rostro, haciéndola parecer una mosca o un extraterrestre con aires de Susana Giménez, advirtiendo que era la hija del dueño, y solicitó una tira de asado, remarcando con tono pedante: - Que esté sequita, ¿eh? –
Juan Carlos le preguntó por su padre, con mucho respeto, y le explicó que él era nuevo y que estaba interesado en tener una charla con su jefe, ya que no sabía cuanto iba a cobrar, cuál era su rol en la empresa y, sobre todo, para saber con quien trabajaba, para presentarse, a lo que la mujer le respondió, moviendo la mano como espantando un insecto, que no se preocupe, pero que ella no sabía nada, que ya iba a venir algún día el gerente, todo esto con los lentes puestos y sin siquiera enfocar su cara hacia donde se encontraba Juan Carlos, detrás del mostrador. Y se fue a sentar a una mesa, advirtiendo que le saque la tira rapidito, ya que estaba apurada.

Pasó otra semana y Juan Carlos no conseguía tener una charla con el gerente. En ese tiempo en que trabajó tuvo que hacer varias veces “horas extra”, por pedido del parrillero, especie de mandamás en aquel barco a la deriva. Juan Carlos las hizo, luchando a capa y espada con su alter ego que le comía el coco ordenándole que se vaya a la mierda de ese delirante lugar de una vez por todas.

Y un día apareció el gerente, apurado, también con lentes oscuros. Juan Carlos se presentó y le solicitó la información que hacía casi un mes estaba esperando recibir: Sueldo, horarios de trabajo, rango. El gerente le dijo que no se preocupe, que ya iban a hablar, que ahora estaba un poco apurado. Y se dio vuelta y se fue, para luego volver caminando sobre sus pasos y señalarle la remera que Juan Carlos tenía puesta, y pedirle que no vaya a trabajar más con remeras con estampados o rayas, que sólo lo podía hacer con remeras lisas.

Juan Carlos, por más ilógico que esto parezca, no tiene remeras lisas (¿usted tiene?), consiguió algunas prendas prestadas y continuó yendo a trabajar con la incertidumbre apoderándose de su psiquis como un implacable conquistador postcolombino. Y pasó otra semana. Los días que le toca quedarse hasta las 12 de la noche en su trabajo, llega a su casa a eso de las 3 de la mañana, porque a esa hora los colectivos ya no pasan por la zona del shoping y se tiene que volver caminando, por el medio de la calle, rotando su cintura cada tanto para ver si viene el bondi. Pero el bondi no viene.

Un día, al llegar a su trabajo, encontró un sobre con su nombre. Lo abrió y en él había $750 con una nota que explicaba el importe: 15 días a $6 la hora + equis cantidad de horas extra a $5.

Y Juan Carlos entendió como iba a ser tratado en ese lugar de una vez por todas. Le pagarían $6 la hora de trabajo y $5 la hora extra. Sí, se lo repito por si no lo entendió: La hora extra se la pagarían un peso menos que la hora común.

La parrilla que lo contrató en negro, y que lo trata como si fuera una rata apestosa untada con mierda, factura $10.000 por día entre lunes y jueves, y $20.000 por día entre viernes y domingo. Tiene 5 empleados, que ganan $1500 por mes y les pagan como quieren. Está terminantemente prohibido llevarse comida que “sobre” del día a su casa. Y ni siquiera puede ser entregada fuera del Shopping a los carenciados que esperan una migaja hasta altas horas de la noche. La comida que sobra se tira. Y sobra mucha comida. Bandejas enteras de carne asada. Si por algún motivo un empleado es visto llevándose una tira de asado chamuscada que sobró en la parrilla para comer en su casa, éste empleado es expulsado.

Ahora eso sí, a nadie le importa un carajo nada de todo esto y lo estoy escribiendo bien al reverendo pedo. Seguramente “El Portal” seguirá recibiendo la misma cantidad inconmensurable de inútiles que, como vacas en el matadero, desfilan estúpidos y obnubilados por vaya uno a saber que elemento químico que los hipnotiza y los deja en estado de zombie, vagando por los pasillos con un hilo de baba colgando de la comisura de sus labios, mientras las empresas que ahí tienen locales se llevan el dinero en pala de nieve y tratan a los empleados como la mierda más olorosa y detestable que exista.

Un verdadero asco que no sólo no va a concluir sino que, por el contrario, será cada vez peor.

viernes, 6 de agosto de 2010

Los misteriosos hombres de negro



En esta ocasión quiero volver a mencionar disparatadas situaciones que ocurren en el parque, en la zona de Wheelright entre Dorrego y Presidente Roca, por ahí. Ése lugar que no sé cómo se llama, pero que seguro tiene un nombre absurdo, como por ejemplo: “Plaza de la Libertad” o “Plaza de la Justicia”, vio que generalmente le ponen esos nombres pelotudos… Cómo si en éste ispa hubiera “libertad” o “justicia”, pero qué le vamos a hacer, ¿no?

Bueno, resulta, que, como ya todos saben, yo paseo a mi perra por ese lugar. Algunos dirán: - ¡Hay! ¡Qué snob! - Pero no, la primera vez que saqué a pasear a mi perra cuando ésta fue dada de alta de la cuarentena de los primeros tres meses en donde no sólo no debe salir a la calle, sino que, en caso de hacerlo, debe ir a upa (el que tiene perro sabe de que hablo) pintó de largarla en esa plaza, se hizo amiga de unos diez perros de distintas razas y edades y sus dueños eran tipos piolas, así que desensillé en la plaza Snob. Al que le gusta, bien, y al que no, que se curta.

En la baranda que da al río hay una barranca que desemboca en éste. Y al fondo de esa barranca, viven los misteriosos hombres de negro de la tira “Macanudo” de Liniers. Unos señores terriblemente oscuros, que imparten respeto y distancia como pocos en esta ciudad, ataviados con inmensos camperones inflables, gorros y bufandas que protegen sus verdaderas identidades, dejando sólo a la vista de los parroquianos que los avistan, la línea de los ojos. Unos ojos intimidantes e inquisidores, por cierto.

Y viven ahí abajo. Hasta hace poco no los había visto o no había hecho contacto, pero se corría el rumor de su presencia. Varios grupos de humanos normales que van a jugar al fútbol ahí fueron víctimas de los misteriosos hombres de negro, al perder la pelota en manos de éstos. Pelotas o cualquier cosa que caiga ahí abajo son automáticamente conquistadas por esta oscura secta barranquera.

Un día, sábado a la mañana, temprano, estaba con mi perra cerca de la baranda, cosa que nunca hago, pero no por temor, sino por vagancia, ya que el auto me queda lejos, pero mi cánida corrió hacia esa zona y la seguí, inocente, con mi vaso de café calentito. Y me dispuse a fumarme el faso de la mañana, vicio insobornable que tengo desde hace décadas.

En el momento en que saco mi cigarrillo de su cajita, aparece una cabeza entre la maleza de la barranca, oculta por un gorro y una bufanda y comienza a mirarme, amenazante. Yo me hice olímpicamente el pelotudo y continué con mi tarea, pero por el rabillo de mi ojo izquierdo advertí que la cabeza había decidido, ante mi indiferencia, salir de los matorrales y acercarse a mi integritud, por lo que comencé a alejarme.

El misterioso hombre de negro me siguió, intempestivo, a estratégicos dos metros angulados detrás de mi omóplato derecho mientras mi perra, boluda importante si las hay, le jugueteaba y saltaba. Entonces debí parar y darme vuelta. Y lo miré a los ojos. Y descubrí al menos su nacionalidad: Era chileno.

El trasandino me miró con dureza y me ordenó: - Dame un cigarro – A lo que le contesté, que no tenía más (cosa cierta por otra parte) Entonces me señaló el bolsillo en donde estaba mi caja vacía haciendo bulto y volvió a ordenarme: - Dame un cigarro –

Como no me gusta que me mandonéen y mucho menos que me mandonée un chileno con frío, saqué la cajita vacía de fasos de mi bolsillo y se la tiré en la cara mientras le decía en tono enérgico: - No tengo más (¡pok! – ruido de la cajita golpeando su nariz) Si te digo que no tengo es porque no tengo, y si tengo la caja en el bolsillo es para no ensuciar el parque – Y me fui, con la perra atada, para el lado del auto.

El chileno, indignado, continuó siguiéndome y molestándome, diciendo chilenadas indescifrables detrás de mi hombro, pero yo mantuve el paso y no le di pelota hasta que casi sentía su respiración en mi nuca, motivo por el cual paré y volví a darme vuelta. Y en efecto. Lo tenía a un centímetro. – No se que me estás diciendo, chileno. Y tampoco me importa – le ofrecí como último recurso. El chileno me miró con dureza y me dijo, siempre amenazador y con la caja vacía de puchos en la mano: - ¿Esto? - me apoyó la cajita en el pecho - Me lo tirás en el tacho de basura – Y se fue a su barranco.

A la semana vuelvo al parque y, también, muy temprano, decido, al ver que no hay nadie y que mi perra garca tranquila, fumarme un faso con mi café recién comprado, en el momento preciso en que aparece por la vereda de la calle otro misterioso hombre de negro, de unos 2,30 metros de alto, ataviado con un camperón inflable de color negro que le llegaba a los talones (no sé de donde lo sacó, no existe un camperón tan grande, no me jodan) y que aparentaba levitar en lugar de caminar, por lo rígido y tubular de su tapado.
Parecía que una heladera con freezer de color negro había cobrado vida y había decidido salir pasear por la mañana de aquel sábado. Y se metió en el pasto, en diagonal, con rumbo hacia su oscura morada: La finca de los misteriosos hombres de negro, que está barranca abajo, a un costado de la “Bajada España”. Cuando mi perra lo ve acercársele, flotando a 10 centímetros del suelo como un fantasma, puso su cola entre las patas y salió disparada para el lado de los silos. Grité su nombra varias veces, pero no me dio pelota, convirtiendo en un abrir y cerrar de ojos los 30 metros que otrora nos separaban en muchos más que 100. Así que tiré el pucho y el café a la mierda y salí corriendo a buscarla (nunca había hecho semejante cosa, siempre me hace caso).

En la corrida al rescate de mi perra con panic attack, paso cerca del misterioso hombre de negro, que estaba entre mi perra y yo al momento de la explosión canina.

El misterioso hombre de negro se da vuelta, me mira, y me dice, señalándola en el horizonte, con una inocente sonrisa dibujada en su rostro:
- Pobrecita, la debo haber asustado…
Yo lo miré y le respondí: - Sí. Es lo más probable – Y me alejé.

Cerca de los silos, finalmente, pude atraparla.