viernes, 6 de agosto de 2010

Los misteriosos hombres de negro



En esta ocasión quiero volver a mencionar disparatadas situaciones que ocurren en el parque, en la zona de Wheelright entre Dorrego y Presidente Roca, por ahí. Ése lugar que no sé cómo se llama, pero que seguro tiene un nombre absurdo, como por ejemplo: “Plaza de la Libertad” o “Plaza de la Justicia”, vio que generalmente le ponen esos nombres pelotudos… Cómo si en éste ispa hubiera “libertad” o “justicia”, pero qué le vamos a hacer, ¿no?

Bueno, resulta, que, como ya todos saben, yo paseo a mi perra por ese lugar. Algunos dirán: - ¡Hay! ¡Qué snob! - Pero no, la primera vez que saqué a pasear a mi perra cuando ésta fue dada de alta de la cuarentena de los primeros tres meses en donde no sólo no debe salir a la calle, sino que, en caso de hacerlo, debe ir a upa (el que tiene perro sabe de que hablo) pintó de largarla en esa plaza, se hizo amiga de unos diez perros de distintas razas y edades y sus dueños eran tipos piolas, así que desensillé en la plaza Snob. Al que le gusta, bien, y al que no, que se curta.

En la baranda que da al río hay una barranca que desemboca en éste. Y al fondo de esa barranca, viven los misteriosos hombres de negro de la tira “Macanudo” de Liniers. Unos señores terriblemente oscuros, que imparten respeto y distancia como pocos en esta ciudad, ataviados con inmensos camperones inflables, gorros y bufandas que protegen sus verdaderas identidades, dejando sólo a la vista de los parroquianos que los avistan, la línea de los ojos. Unos ojos intimidantes e inquisidores, por cierto.

Y viven ahí abajo. Hasta hace poco no los había visto o no había hecho contacto, pero se corría el rumor de su presencia. Varios grupos de humanos normales que van a jugar al fútbol ahí fueron víctimas de los misteriosos hombres de negro, al perder la pelota en manos de éstos. Pelotas o cualquier cosa que caiga ahí abajo son automáticamente conquistadas por esta oscura secta barranquera.

Un día, sábado a la mañana, temprano, estaba con mi perra cerca de la baranda, cosa que nunca hago, pero no por temor, sino por vagancia, ya que el auto me queda lejos, pero mi cánida corrió hacia esa zona y la seguí, inocente, con mi vaso de café calentito. Y me dispuse a fumarme el faso de la mañana, vicio insobornable que tengo desde hace décadas.

En el momento en que saco mi cigarrillo de su cajita, aparece una cabeza entre la maleza de la barranca, oculta por un gorro y una bufanda y comienza a mirarme, amenazante. Yo me hice olímpicamente el pelotudo y continué con mi tarea, pero por el rabillo de mi ojo izquierdo advertí que la cabeza había decidido, ante mi indiferencia, salir de los matorrales y acercarse a mi integritud, por lo que comencé a alejarme.

El misterioso hombre de negro me siguió, intempestivo, a estratégicos dos metros angulados detrás de mi omóplato derecho mientras mi perra, boluda importante si las hay, le jugueteaba y saltaba. Entonces debí parar y darme vuelta. Y lo miré a los ojos. Y descubrí al menos su nacionalidad: Era chileno.

El trasandino me miró con dureza y me ordenó: - Dame un cigarro – A lo que le contesté, que no tenía más (cosa cierta por otra parte) Entonces me señaló el bolsillo en donde estaba mi caja vacía haciendo bulto y volvió a ordenarme: - Dame un cigarro –

Como no me gusta que me mandonéen y mucho menos que me mandonée un chileno con frío, saqué la cajita vacía de fasos de mi bolsillo y se la tiré en la cara mientras le decía en tono enérgico: - No tengo más (¡pok! – ruido de la cajita golpeando su nariz) Si te digo que no tengo es porque no tengo, y si tengo la caja en el bolsillo es para no ensuciar el parque – Y me fui, con la perra atada, para el lado del auto.

El chileno, indignado, continuó siguiéndome y molestándome, diciendo chilenadas indescifrables detrás de mi hombro, pero yo mantuve el paso y no le di pelota hasta que casi sentía su respiración en mi nuca, motivo por el cual paré y volví a darme vuelta. Y en efecto. Lo tenía a un centímetro. – No se que me estás diciendo, chileno. Y tampoco me importa – le ofrecí como último recurso. El chileno me miró con dureza y me dijo, siempre amenazador y con la caja vacía de puchos en la mano: - ¿Esto? - me apoyó la cajita en el pecho - Me lo tirás en el tacho de basura – Y se fue a su barranco.

A la semana vuelvo al parque y, también, muy temprano, decido, al ver que no hay nadie y que mi perra garca tranquila, fumarme un faso con mi café recién comprado, en el momento preciso en que aparece por la vereda de la calle otro misterioso hombre de negro, de unos 2,30 metros de alto, ataviado con un camperón inflable de color negro que le llegaba a los talones (no sé de donde lo sacó, no existe un camperón tan grande, no me jodan) y que aparentaba levitar en lugar de caminar, por lo rígido y tubular de su tapado.
Parecía que una heladera con freezer de color negro había cobrado vida y había decidido salir pasear por la mañana de aquel sábado. Y se metió en el pasto, en diagonal, con rumbo hacia su oscura morada: La finca de los misteriosos hombres de negro, que está barranca abajo, a un costado de la “Bajada España”. Cuando mi perra lo ve acercársele, flotando a 10 centímetros del suelo como un fantasma, puso su cola entre las patas y salió disparada para el lado de los silos. Grité su nombra varias veces, pero no me dio pelota, convirtiendo en un abrir y cerrar de ojos los 30 metros que otrora nos separaban en muchos más que 100. Así que tiré el pucho y el café a la mierda y salí corriendo a buscarla (nunca había hecho semejante cosa, siempre me hace caso).

En la corrida al rescate de mi perra con panic attack, paso cerca del misterioso hombre de negro, que estaba entre mi perra y yo al momento de la explosión canina.

El misterioso hombre de negro se da vuelta, me mira, y me dice, señalándola en el horizonte, con una inocente sonrisa dibujada en su rostro:
- Pobrecita, la debo haber asustado…
Yo lo miré y le respondí: - Sí. Es lo más probable – Y me alejé.

Cerca de los silos, finalmente, pude atraparla.

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