Tengo 40 años y hace de los 17 que trabajo.
Terminé quinto año en una escuela técnica de a la vuelta del laburo y ese
primer año trabajaba de uniforme escolar, así que comencé a laburar meses antes
de terminar el secundario. Igual, en ese primer laburo no me fue bien, era muy
pendejo y me la pasaba tocando la guitarra e invitando amigos con quien poder
hablar al pedo y ¿la verdad?, no tenía puta idea de qué quería de mi vida,
había visto una oportunidad, detestaba estudiar y lo mejor era empezar a
laburar, como sea. Para colmo, aun no lo sabía en aquella época, debería
esperar hasta cumplir 32 años para entender qué quería de mi vida, patear el tablero y ponerle los puntos sobre
las íes a todo el mundo, pero no me quejo. Hay quienes lo descubren antes, hay
quienes lo avistan después. Y hay quienes no lo ven nunca y mueren sin saber qué
hubieran querido hacer con sus vidas.
Y en todos estos años de trabajo hice de todo, desde
vender cañitos de cortina de baño y chapas fraccionadas hasta repartir
mercaderías como viajante por el interior del país. Y el país tuvo todos los
matices que pudo, con inflación, sin ella, con el dólar estancado en un peso. Con las privatizaciones. Con el corralito.
Con Alfonsín. Con Menem. Con De la Rúa. Con Duhalde. Con Néstor. Con Cristina.
Al comienzo del gobierno de Menem, esa época que veíamos dorada y que no vislumbrábamos, estúpidos o sedados, el negro descenlace futuro, mi labor era
llevar chapas de aluminio, de dos a tres veces por semana, a los carroceros de
colectivos de larga distancia, que estaban diseminados a las afueras de
Rosario, generalmente enclavados en Villa Gobernador Gálvez, y que empleaban a miles de operarios
que luego llevaban el sustento a sus familias y todos contentos. Villa Gobernador Gálvez vivía
gracias a estas grandes fábricas de colectivos de larga distancia.
Y ese laburo me encantaba, siempre me gustó andar por la
calle. Cargar la chata con las chapas y saber que tendría por delante al menos 3
horas para ir y venir escuchando música en lugar de estar en la oficina
preparando pedidos o atendiendo el teléfono. Era genial.
Pero lo que más me gustaba era llegar a estas
enormes empresas, que tenían barrera y garito de seguridad. No podía pasar
cualquier boludo. Te tenías que anunciar en la entrada, como en las películas.
Y un guardia te abría si ya te junaba, o preguntaba por interno si tenías o
no habilitado el paso. Y yo me sentía re importante llegando con la F-100 y que
los guardias me abrieran la barrera sin siquiera hacerme frenar el paso,
saludándome con alegría.
Y pasar la barrera y manejar por las callecitas
internas del predio, flanqueado por masivos galpones infestados de tipos que
iban de acá para allá con auriculares de protección y esos zapatotes de punta
de acero, todos disfrazados de porteros. O los Clarks, que iban y venían meta
“píii-piíii” avisando la reversa. Las cargadas de los operarios al verme pasar,
que me gritaban, saludándome con una mano en alto: “¡Juan, ¿con qué mano me
hacés la paja?!” siempre el mismo chiste boludo. Y siempre nos reíamos.
Después descargar las chapas, hacernos leves
cortes en los dedos con el filo sin darnos cuenta hasta que el jabón arenoso
nos develaba el secreto por el dolor y el ardor que nos produciría al meterse dentro
de los tajos.
Ir a las oficinas de “Compras”, charlar con la
telefonista, con quien teníamos toda la onda y esperar junto a otros
proveedores que nos atendiera el “gerente de compras” o, en su defecto, el
“sub-gerente de compras”. Ser recibidos y que el tipo nos preguntara si
queríamos tomar algo y después llamar al mozo por intercomunicador. Y cuando
venía el mozo…, ¡vestido de mozo!, ¡y con bandeja!, era genial. Qué época
genial. Cuánto trabajo que había… Increíble.
Después todo se fue a la mierda. Menem dejó
entrar al mercado los colectivos brasileños, los Marcopolo, y las empresas
argentinas se fueron cayendo como en un gigantesco dominó, de golpe. Y en un
ratito. Creo que no fue más de un año. Aquello que funcionaba a la perfección desde hacía medio siglo y
que mantenía aceitado el ritmo de vida de miles de personas, a la mierda con
una firma y una coima. Cientos de trabajadores a la calle. Decenas de
proveedores prendidos de deudas incobrables. Peces gordos de pronto insolventes
y rajados al exterior. Vacío. Silencio. Sorpresa. Muerte.
Aunque no tuvo el problema de otros proveedores,
mi padre nunca se recuperó de la estocada. Si hay algo que hizo bien en su vida
fue, esa única vez, saber correrse a tiempo. No sé cómo fue que lo advirtió,
porque no es una persona muy advertidora que digamos, más bien es medio tiro al
aire, medio inconsciente para los negocios. Así que ésta no lo agarró. Después
lo agarrarían otras, las más importantes: la falta de comprensión de que la
vida no sería la misma y la testaruda decisión de mantener un estilo de vida
que se había escurrido entre los dedos el día del fatidico y anunciado derrumbe para no volver nunca
más.
Pero al menos no quedó prendido. Hubo otros
proveedores que sí quedaron pegados. Y quedar pegados de una deuda de una
empresa fabricante de colectivos de larga distancia era hablar de tener un
cheque sin fondos por un importe con seis ceros… Así que no sólo cerraron las
fábricas de colectivos, también cerraron muchos comercios que proveían
materiales. Hubo un caso, por ejemplo, del que no voy a dar el nombre pero era
una empresa muy pero muy grande, vieja y respetada de Rosario, que tenía tres
socios. El accionista mayoritario, terminó vendiendo fraccionado aquello que
vendía por toneladas en un localcito un poco más grande que un maxi-kiosco con
uno sólo -el más leal- de las decenas de empleados que tenía cuando, meses atrás,
para entrar a su despacho había que anunciarse en portería y atravesar dos
secretarias y un contador. El segundo socio en importancia terminó yéndose a
Entre Ríos, a hacer changas como electricista. Viajaba una vez cada tanto a Rosario
en colectivos de larga distancia Marcopolo para ver a los hijos, ya que la
hecatombe asesinó su matrimonio. El tercer socio terminó de peón de albañil.
Nunca más supe de él.
Y el mismo destino alcanzó a los deudores. Aún
recuerdo a los dueños de las fábricas de colectivos, tipos que tenían chofer y
que quizás, si había viento a favor, algún día podría ocurrir que se cruzaran en
nuestro camino por algún pasillo para luego tener la anécdota, para contar que
los habíamos visto. O junarlos de lejos, inabordables, en alguna fiesta de fin de año organizada
por su empresa. Eran tipos intocables.
Eran, ya no más.
Uno de los más grandes alquiló un galpón en
donde, por los siguientes veinte años y hasta la actualidad, metería con mucho
cuidado y haciendo fuerza un solo colectivo por vez y, contratando cuatro operarios, se
pondría a reparar bondis siniestrados, chocados en ruta o con algún problema serio de carrocería. Todavía sigue haciendo lo mismo. Y, como
dije antes, de esto ya pasaron veinte años.
Otro se murió, ni sé en qué condiciones, ya le había perdido el rastro hacía rato.
Otro se murió, ni sé en qué condiciones, ya le había perdido el rastro hacía rato.
Y después está la empresa más grande, con la
que teníamos la mejor onda, la que una vez que hubo una inundación nos pidió
prestado nuestro local (que era enorme al pedo) para guardar algunos chásis cero kilómetro aun no utilizados hasta que en Villa gobernador Gálvez bajase el
agua. Y un día vinieron a estacionarlos al negocio, entraron siete, creo. Ya no
recuerdo.
Ésta empresa era de un hombre grande que tenía
dos hijos, y que murió unos años antes de la debacle. El varón, ingeniero
industrial y próspero mandamás de la compañía recién heredada, terminó yéndose
a dar clases a una universidad en España. Ahora tiene un bar allá, y no va a
volver. Está separado. Su hermana, la otra heredera, sigue en Rosario y su
marido, ex “gerente de compras” de la importante compañía de su suegro, fue
bajando de niveles como en un juego dificilísimo hasta la actualidad, en que el
otro día apareció por mi taller en una moto Gilera bastante vieja, berreta y
desvencijada, para preguntarme si yo podía arreglarle unas ventanas de un vagón
de tren que había enganchado para reparar como changa, en sociedad con otro ex
pez gordo del rubro, también venido a menos que menos que menos.
Traía una mochila, como si fuese un chico
cuando es un hombre de cincuenta y pico de años, y al pasar por el limonero que
tengo en el jardincito de la entrada al galpón, se quedó sorprendido, no
imaginaba que tuviera una planta tan grande de limones. Luego hablamos del
mísero trabajo que le tenía que hacer y se fue, preguntándome cuánto le
faltaban a los limones para estar maduros. Yo miré los frutos y no supe
contestarle, porque cuando da, da una barbaridad, tenés que salir a regalar
porque larga como quinientos todos juntos, pero por ahí se demora, tiene las
ramas llenas de limones pero siguen verdes y no amarillean rápido.
De esa vez al día de hoy pasaron solo dos
meses, y el ex “gerente de compras” y yerno del pez gordo más grande del rubro “fábricas
de ómnibus de larga distancia” que había en Rosario, que diera trabajo a cientos
de operarios y que en su época de esplendor hacía entre 40 y 50 colectivos por
mes ya pasó tres veces con la moto y la mochilita, pero no para traerme más
trabajos, no. Pasaba para ver de llevarse algunos limones.
Y aún no se pueden arrancar. Siguen verdes.
Igual, él no tiene apuro. No tiene mucho que
hacer, así que seguirá pasando una vez por semana. Quién sabe un día se pueda
llevar unos cuantos.
O_o
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