El jueves pasado, a la madrugada, creo que eran las 4 y media o por ahí, bajo el balcón de mi casa y como ya se hizo carne en la cotidianeidad del barrio, un borrachín se puso a chiflarle a alguien que estaba lejos, que venga. Poniéndose ambos dedos índice dentro de la boca y haciendo ese insoportable y atronador pitído que a mí nunca me salió pero que al resto de los seres humanos sí les sale.
Y le chiflaba repetidamente, acompañando su potente silbido con algunos gritos como “¡EH!” o “¡ACÁ!”, intercalándolo con alguna incierta canción de cancha de fútbol. Y no paraba. Porque créame que no me gusta ir al balcón en pelotas a ver quién es el subnormal que está destrozando el microclima de la noche céntrica, prefiero quedarme en la cama y esperar que la corte solito. Pero no paraba, insistía. Y tanto insistió que no me quedó otra alternativa que ir a por él, salir al balcón y decirle, con voz amenazante: “Oíme, la recalcada concha de tu puta madre, porque no te dejás de gritar y silbar, irrecuperable del orto, ¿no te das cuenta que queremos dormir?”, a lo que el joven hizo un tenso silencio para luego preguntarme, con sorna: “Pero, ¿de parte de quién me decís eso?” a lo que respondí: “De parte de la cajeta de la prostituta de tu abuela, imbécil”. Y entonces el joven desistió. Y no silbó más. Se ve que le tiene respeto a la prostituta de su abuela, aunque, en realidad, no sólo no la conozco sino que tampoco puedo aseverar que sea realmente prostituta. Quizás acerté por una cuestión de azar, aunque nunca fui de tener suerte para esas cosas.
Y entonces volví a la cama y me acosté, pero ya no pude conciliar el sueño, el borrachín me la había volado. Y comencé a rascarme la pantorrilla con la uña del dedo gordo del otro pie, cosa que hago, poseído, cuando los nervios, el enojo y la desesperación se apoderan de mí y no me dejan continuar con mi vida normal, que en este caso consistía en dormir, como corresponde a los jueves a las 5 de la mañana. Y mi mujer se molesta mucho con mis rascadas de pantorrilla, porque ella se despierta igual que yo con el mal nacido de turno a la madrugada, pero luego, no sé cómo cazzo hace, cierra los ojitos y vuelve a dormirse. Quizás tenga algún botón en algún lado que aún no le descubrí y lo aprieta y se apaga, pero no creo. En más de 6 años que estamos juntos ya la conozco bastante y aún no logré dar con el botoncito ese.
El viernes a las 5 de la mañana pasó algo parecido, tres o cuatro hijos de puta infradotados comenzaron a correr a otros 3 o 4 amenazándolos con matarlos al grito de “¡AHÍ VAN!” “¡LOS VAMOS A MATAAAAR!” “¡LOS VAMOS A MATAAAAAAAR!!!!” “¡LOS VAMOS A MATAAAAAAR!” repitiendo esto incansablemente, junto con ruidos de corridas, frenazos, piedrazos y vidrios rotos. Y una vez más no pude volver a dormirme. Y comencé a rascarme hasta lastimarme el tobillo.
Luego de unos minutos de propinarme infundadas laceraciones en el pie derecho, miré hacia el costado y noté que mi mujer se había clavado la almohada encima de la cabeza para no tener que oír mi constante “rasc-rasc”, y entonces me apiadé de ella y me fui a trabajar más temprano. Eran las 5 y media de la mañana, y tenía cosas que hacer en mi taller así que ¿por qué no arrancar de una buena vez? ¡El día está en pañales!
Y me fui, lamentando no haber agarrado los espirales mata mosquitos, único y arcaico implemento que conseguí en la semana para espantarlos, porque no hay Off en los kioskos y almacenes de barrio. No hay en ningún lado. Y hay muchos mosquitos. Pero si entraba de vuelta a por los espirales despertaría una vez más a mi mujer y no quería hacerlo, pobrecita. Y me fui.
Durante toda la jornada laboral, que fue mucho más extensa que cualquier otra de los últimos meses, los mosquitos me violaron y vejaron sin clemencia. La emprendieron con mis hombros, mi cuello, mi pera, mis orejas, mis mejillas. A eso de las 3 de la tarde decidí prender un ventilador industrial que tengo para espantarlos. No daba para ventilador, estaba un poco fresco. Y mucho menos daba para un ventilador industrial, que sopla como los mil demonios. Pero no me quedó otra. Igual el día ya terminaba, sólo restaban un par de horas y debería ir a buscar a mis hijas que pasarían la noche en casa.
Cuando las fui a buscar, la más grande me dijo que el sábado a las 2 de la tarde tenía un cumpleaños en Roldán, que debía llevarla a esa hora e ir a buscarla a las 6. Y la más chica me recomendó que, mientras la más grande estuviera en el cumple, la lleve a ella al cine a ver “RÍO” la última película de los creadores de “La Era del Hielo”. Y yo digo a todo que sí, en un 93% de los casos.
Como ya se imaginarán, si es que me leen asiduamente, no voy al shoping ni en pedo. Ni se me cruza por la cabeza. Pero tengo un problema con la más chica: ella supone que no le presto la misma atención que a la más grande y está todo el tiempo mirándome con los ojos enormes buscando mi aceptación, cuando debería saber que la tiene, y que la tiene de sobra. Pero necesita una atención un poco más zarpada que la que de por sí ya le ofrezco de manera rebalsante. Entonces, como nunca se alinean los planetas y nunca estamos solos, decidí darle el gusto y llevarla al shoping, invitarla a comer en McDonalds, y disfrutar de la nueva y disparatada ocurrencia de los creadores de “La Era del Hielo”, qué mierda…
Eran las 3 de la tarde y el sol brillaba en un día completamente perfecto y me dije: “Al menos no va a haber nadie acá dentro, vamos a estar más sólos que Massera en el día de la buena persona” pero no, no había lugar para estacionar. Me costó bastante encontrar lugar. Así que, estacionado y resignado, tomé a mi hija de la mano y me zambullí dentro del centro comercial como quien quiere hacerle frente a un tsunami, adelantando la cabeza del cuerpo en clara pose de estar por recibir un golpe.
El shoping estaba hasta las tetas. Lleno de gente. Hordas de inútiles mirando vidrieras con niños llorando porque no les compraban ni una sola de las cosas que el lugar ofrecía de manera implacable en cada ángulo visual del ojo. Y arremetí con gran temeridad abriéndome paso entre la plebe que, babeándose como zombies eunucos, deambulaban sin prisa y sin destino por el lugar. Llegamos al cine, compré las entradas y nos fuimos a Mc Donalds, teníamos 40 minutos.
En McDonalds nos atendió una rubita petisa a la que su corpulento jefe le daba continuos hombrazos y codazos en la cabeza, yendo de izquierda a derecha detrás de ella, corroborando que estén entregando bien los pedidos. La rubita no tenía cambio y me solicitó la tarjeta de débito, se la dí y me dijo “Listo, acá está su pedido”. Y ahí estaba mi pedido. No sé cómo diantres hizo eso, pero la tipa pasó la tarjeta y me la dio y me dio el pedido. Nunca vi a nadie preparar una bandeja con mi pedido. Pero ahí estaba. Y era mi pedido. La fugacidad del capitalismo salvaje a veces me desconcierta.
Entonces me fui al patio de afuera a comer con mi hija y cuando terminé me alejé a mirar la vidriera de la librería para fumarme un faso y contemplar el escaparate, que ofrecía con desenfreno un libro de “Casi Ángeles” con un subtítulo completamente pelotudo al estilo de Harry Potter; ahora no lo recuerdo pero era algo así como “Casi Ángeles y la cueva del caminante ensortijado del alba” o “Casi Ángeles y el misterio del tótem de la vírgen circunspecta” o “Casi Ángeles y la estela pegajosa de la baba del Diablo”, vio que siempre le clavan esos nombres infelices que no entiendo qué bosta significan o qué pretenden demostrar… Deben querer demostrar que saben hablar complicado, qué se yo… El libro salía $133, era bastante caro, pero se me ocurre que deberían vender ese ejemplar como pan caliente, sino no lo tendrían en el escaparate. A su lado estaba la trilogía de “Crepúsculo” a $120 o algo así, y luego había un sinfín de estúpidos libros “temáticos” sobre el cuerpo humano, o el cuerpo del delfín, o el cuerpo del ornitorrinco; eran libros troquelados que tenían un muñeco plástico dentro de delfín o de ornitorrinco o de ser humano, lleno de huesos y músculos y aparatos digestivos: $190 salían, y eran una verdadera cagada. Y después había otro que ofertaba “Aprende a dibujar como un verdadero profesional”, que consistía en una caja con un muñeco de esos de madera articulados, con 3 lápices comunes, 1 sacapunta y un block de hojas: $180 (esto mismo se consigue en una casa especializada en dibujo técnico que hay en Buenos Aires y San Luís, por mucho menos del 40% y de muchísima más calidad). Despreciable escaparate, sin dudas.
Y se hizo la hora y me fui a ver la película “RÍO”, de los creadores de “La Era del Hielo”. El filme transcurría en Brasil, lugar que detesto, y era una verdadera bosta inusitada. He visto películas malas para niños, pero esta es realmente desesperante. Los creadores de personajes secundarios ya no trabajan en ellos, no se detienen a pensar un cachito en como diseñarlos. El personaje que hace de dueña del papagayo es “Elastic Girl” de “Los Increíbles” Es la misma cara, que la cortaron y pegaron en esta película. Copy y Paste. Durante el transcurso del filme, aparecen varios personajes de relleno que son gorditos. Todos tienen la misma cara. Cambian el pelo nomás. Con rulos, pelados, con barbita candado, con barba de dos días. Pero es siempre el mismo rostro.
La película cuenta la historia de un papagayo azul que es robado de su hábitat y llevado a Minnesota pero en el último trasbordo se pierde en la calle y una niña lo rescata y le promete que lo va a cuidar…, y pasan 15 años y son muy amigos y ella ya es grande y tiene una librería y viene un brazuca y le dice que su papagayo es el último macho azul que queda en el mundo y que en Brasil encontraron a la última hembra, así que deben copular (los pajaritos, no ellos). Y la convence y viajan a Brasil donde les roban los papagayos y la película trata, de ahí en más, sobre cómo hacen tanto los papagayos por su lado como los dueños por el otro para reencontrarse, mientras en Río es carnaval y todo el mundo mueve el culo con lentejuelas.
No hubo en todo el transcurso de la película un solo momento de sorpresa, un solo gag gracioso o una sola ocurrencia original. Y cuando la película terminó mi hija quiso quedarse viendo como pasaban las letras, intercaladas por fotos, y yo también me quedé mirando, y de golpe, entre los títulos, apareció el “Staff que escribió la historia”. Eran como veinte. Veinte tipos que cobraron un sueldo seguramente abultado para reunirse en delirantes brainstorms a diseñar una historia absolutamente trillada, sin un solo momento nuevo, copiada a rajatabla de las últimas 20 películas taquilleras para niños de Pixar, Walt Disney y la Walrus Brothers o como mierda se llame.
Y me fui del cine por el lado que te sacan, porque a veces, al salir de la sala, te sacan por un lado, como a las vacas. Y salí y caminé hacia el auto y me di cuenta de una cosa: Durante toda mi estadía en el centro comercial no me había picado un solo mosquito. No hay mosquitos en el shoping.
Un amigo mío, Gabriel Colusso, escribió una canción que se llama, justamente: “En el shoping”, y la tocamos con nuestra banda en el recital de presentación del disco y Gabriel hizo un preámbulo a la canción haciéndole una pregunta al público:
¿Se dieron cuenta que en las cercanías de los shopings no hay gente pidiendo en los semáforos ni chicos intentando limpiar parabrisas? ¿Por qué será?
Tenés razón, Gabriel; no hay. Tampoco hay mosquitos. Y no quiero hablar al pedo, porque no fui al supermercado del shoping, pero estoy seguro y apuesto todo lo que tengo, a que hubiera conseguido Off si entraba a comprarlo.
Estamos dominados. Y somos ovejas. Y no podemos hacer nada. Matémonos.
En el shopping
Miro a esa gente y pienso que
ya nada importan los misterios
que alumbraron nuestra sed
Todos ahogados en un mar
de propagandas y de sueños de otros
de papel
Cada cual usa su disfraz
según figuran los espejos
que recitan la verdad
Y una señal que oculta
aquellos cuerpos que se agotan
donde sangran
donde sangran
Pero estás ahí
sabés que me perdí
y tu mirada brújula
me muestra algo real
Cómo estar aquí
sin derrapar sin fin
aunque haya que pagar por ver una luna brillar
la vida sigue
Carlos Gabriel Colusso – MATAFUEGOS
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