jueves, 19 de enero de 2012

La realeza




En la última etapa de su vida, Elsa se entretenía solo con dos cosas y las mantenía a rajatabla, y nada ni nadie era tan importante como para dejarlas para otro momento. Y está bien que así haya sido, tenía setenta años, era viuda hacía más de veinte y tenía que cuidar de Gabriel, su hijo mayor con síndrome de Down que jamás se separó de ella hasta el día de su muerte… Así que sus entretenimientos eran justos y razonables (aunque prefiero mucho más “justos” que “razonables”). Estábamos surcando los comienzos de los ochentas.

Uno de sus entretenimientos o escapadas o recreos, no sé cómo clasificarlos, era ir dos veces por semana a la peluquería de a la vuelta de casa para teñirse el pelo de violeta, porque las mujeres grandes se tiñen el pelo de violeta, o de un lila suave, nunca entendí por qué pero así lo hacen.

Y lo otro que no abandonaba así estuvieran cayendo bombas nucleares de punta era ir todas las semanas al kiosko de la esquina en busca de su nuevo número de la revista Hola!, con las novedades más picantes de la farándula española y de la realeza. Pero de toda la realeza: la de España, la de Inglaterra, la de Holanda, la de Noruega, la de Mónaco. La realeza en general.



Elsa se interesaba mucho sobre la vida personal de los reyes de España. Le encantaba contemplar en fotos el último collar de perlas que el príncipe Rainiero le había regalado a su mujer, Grace Kelly, y disfrutaba viendo como se desenvolvían en la primera juventud los hijos de éstos, Carolina, Estefanía y Alberto como si fuera su propia madre. Y no daba para nada el visto bueno a la relación de los príncipes de Gales, viendo lo linda que era Lady Di y lo feo que era el príncipe Carlos. O lo churro que era el rey de España cuando su mujer, por el contrario, no era tan pero tan linda como él, más bien era medio insulsa, medio feona…

Y así pasó sus últimos años de vida, leyendo embelesada la revista Hola! y tiñéndose el pelo de violeta mientras nos cuidaba a mi hermana y a mí mientras mi madre hacía mandados. Y recuerdo que, a pesar de mis 10-12 años de edad, los titulares de esa revista desesperante me producían mucha indignación y urticaria. En primer lugar porque no entendía el idioma español-gallego y me provocaba una rara mezcla de gracia y enojo leer, en alguna Hola! que mi abuela dejara a mi alcance, que “Concha había decidido alejarse de Paquito” o frases pelotudísimas por el estilo. Pero lo que más me ponía del tomate, y aún hoy me pone, es no entender, PARA NADA, qué mierda le puede interesar a una mujer de a pie qué carajos está haciendo en este momento el marqués de Florianópolis, o dónde tomó sus vacaciones el archiduque de Teodelina, o cómo es la última novia del conde de Drácula. O las exclusivas fotos de los príncipes de Noruega, que finalmente salieron al balcón real a saludar al pueblo con sus hijitos todos pulcros y blancos y rubios, llenos de joyas y cucardas y medallas y dinero exasperante.



Y tanto me jodía esa revista hija de la chingada, que en séptimo grado y en primer año de la escuela utilicé carpetas forradas con recortes de esa estúpida revista con las notas que más me indignaban, como por ejemplo: “La Infanta Doña Elena, compungida por la finalización del primer año escolar de Don Felipe, su primogénito”. Que alguien se gaste en escribir un artículo sobre eso y que otro vaya, lo pague y lo lea... Literalmente me daban ganas de agarrar la revista y cagarla a martillazos con mucha bronca. Así que hacía catársis tomándolo en broma y riéndome con mis compañeros de aula.

Mi abuela Elsa murió en 1986, víctima de una afección en los ojos producida por la lectura indiscriminada de noticias románticas de la realeza y agudizada por una afección producida por la tintura violeta en el pelo. No, mentira. Elsa murió de leucemia, pobre abuela, la quería mucho y me encantaría tenerla otra vez, aunque sea un día, para contarle de mi vida y que conozca a mis hijas.

Y nunca más vi de cerca una revista Hola!, acá tenemos revistas parecidas, como la Caras, que hace muy poquito se portó muy bien sacándole fotos sin permiso al Flaco Spinetta y dándome muchas ganas de agarrar al sorete que le sacó la foto y al eunuco de Jorge Fontevecchia y recagarlos bien a trompadas, pero no es lo mismo. No hay como la revista Hola! para padecer la desesperante indignación que me produce leer los chismes o ver los lujos o contemplar las últimas vacaciones de la realeza o las entrevistas a esos pseudo periodistas de palabra, que son como una suerte de “voceros no autorizados” de la realeza. Tipos que conocen cada cosita de lo que ocurre dentro de los palacios y que, cuando se viene un casamiento o una muerte o un bautismo o un divorcio, todas las radios los llaman para que estos lameortos les cuenten, con obcecación asnal y orgullo galáctico, los secretos mejor guardados del vestido en caso de un casamiento, de la madera elegida para el jonca en caso de un sepelio, del origen del agua bendita que verterán en la cabeza real del nuevo retoño real en caso de un bautismo, o de dónde y cómo fue que pegó el plato de porcelana de la dinastía Ming en el cristalero luego de que La Infanta Doña Elena decidiera mandar a tomar por culo a su marido, su excelencia el duque consorte de Lugo, Don Jaime de Marichalar, miembro de la realeza española.



La realeza, ese grupo de señores y señoras reales que no hacen nada, que son alimentados por el pueblo que los mantiene, que aparentemente tienen sangre azul aunque nunca vi un rey accidentado como para dar fe de ello, donde las mujeres, denominadas “su alteza” o “infanta” o “doña” utilizan sus días para posar en fotos de protocolo con unos sombreros por demás de desubicados haciendo ver que trabajan por el pueblo en alguna reunión con té de por medio con alguna organización que ayuda a algún sector olvidado mientras, para dicha reunión, se gastan miles de euros solo en ropa para la foto, te y exclusivas galletitas diseñadas para el ágape.

La realeza, donde los hombres reales participan de los desfiles militares de su pueblo con unos espléndidos trajes completamente inundados de medallas y cruces de honor y cucardas, cuando jamás de los jamáses anduvieron en una guerra y el único mérito militar que desde hace varias generaciones tienen es haber hecho alguna maniobra con algún avión en alguna prueba en algún lugar tan pero tan remoto que alcanzaría para justificar que no hubiera nadie que pueda dar fe de que fuera cierto.



La realeza, esa clase social en donde los niños reales muestran, al ser niños y ser reales, los verdaderos sentimientos de sus padres sobre los actos a los que participan, poniendo caras de cansancio o de pedantería al punto de no soportar muchos segundos estar saludando a unos soldados o mirando a los plebeyos desde un balcón.



La realeza, ese grupete de ricachones hipócritas que se casan entre sí para continuar con la línea de sangre azul, generando maridos y cuñados y yernos duques o marqueses o condes o archiduques que, al casarse con las princesas, ingresarán en las filas de las más altas castas sociales para no trabajar más, para vivir de vacación en vacación y para salir, por obligación y de vez en cuando, en alguna foto protocolar mostrando sus inmerecidos honores y su familia perfecta, comprendida por su mujer (la princesa heredera al trono) y sus 3, 4 o 5 hijos rubios, que mirarán la cámara con hartazgo y altanería desbordante.



Y así llegamos a toparnos con Iñaqui Urdangarín Liebaert, duque consorte de Palma de Mallorca, nacido en 1968, en Zumárraga. Un “balonmanista(deporte por demás de inquietante…) que se enamoró de la Infanta Cristina (hermana menor de la Infanta Doña Elena y bastante más agraciada) que se retiró de ese deporte que al menos lo vio ejercitarse un poco cuando es un hombre que jamás trabajó, para dedicarse de lleno a hacer de marido de la Infanta Cristina.



Y ahora resulta que sale a la luz que el tipo hizo algunos negociados utilizando su poder y cobrando sobreprecios por varios cientos de miles de euros extra salidos de la bolsa de plata que es el dinero público español por lo que, cuando la cosa se empezó a caldear, el rey de España vio oportuno quitarlo de las fotos oficiales. Y los diarios comenzaron a mostrar sutilmente cómo el rey estaba en desacuerdo con su yerno, separándolo del problema del que ES PARTE, con títulos como “La justicia es igual para todos, dijo el rey”.

Y acá me planto y le pido disculpas al querido rey de España y le señalo que no, que la justicia no es igual para todos, ya que yo, por poner un tonto ejemplo, no vivo del aire ni me paso la vida no haciendo nada porque el pueblo me mantiene ya que tengo sangre azul, ni paso mis vacaciones en los alpes suizos, ni tengo un yate del tamaño de un departamento de 3 dormitorios, rey de España...



O el otro titular, donde señalan que “El rey de España no quiere ver a su yerno ni en fotos” haciendo que vuelva a indignarme bastante, ya que es absolutamente imposible que el rey de España NO SUPIERA en qué andaban los negocios de sus hijos o sus yernos ya que, al tener más tiempo libre que una jubilada pensionada cómoda y sin problemas de salud, debería haber visto, solo por entretenerse y pasar el día ocupado, en qué andaba su familia (en el improbable caso que sea como él dice cuando en realidad, si vamos a hablar sin pelos en la lengua, es que están todos entongados).



Y yo sé que usted me va a decir que el tema de los reyes viene de hace miles de años y que es una tradición y todas esas cosas, pero realmente me enoja que aún haya, en 2012, reyes y monarquías. Porque precisamente debería no haberlas. Porque cuando los rusos irrumpieron sin golpear en la casa de Juan Carlos Romanov allá por 1914 y los hicieron boleta a casi todos, debería haberse fomentado una reacción en cadena como la última experimentada en Egipto, y Europa debería haber empalado a todos sus reyes y príncipes para siempre. Y deberíamos habernos dejado de joder con esa tontería de los reyes y la sangre azul y las revistas de corazón y esos periodistas obcecados hasta el vómito con sangre.

Porque del episodio de 1914 ya pasaron 98 años, y los reyes siguen viviendo vidas inmerecidas, siguen morfando caviar de Irán con champán Francés, siguen esquiando en los Alpes Suizos en invierno y disfrutando de paradisíacas playas griegas en verano mientras todos nosotros vamos a trabajar y ni siquiera podemos amenazar con vacacionar como corresponde más de una vez por lustro.

Y la culpa de todo esto la tienen mi abuela Elsa y usted, que se detiene a escuchar lo que la radio dice del próximo casamiento o se pone a leer lo grandes que están las hijas de Máxima Sorreguieta y el dueño de Shell, o asume como cierto el estupor que dice padecer el rey de España por enterarse tarde de que su yerno es un turro.



Ojalá que algún día se terminen las monarquías.

Ojalá que Iñaqui Urdangarín y el rey de España vayan presos.

Ojalá que les confisquen todos los bienes y los repartan entre los que menos tienen.

Ojalá que la gente deje de mirar con idolatría lo que hacen estos parásitos reales.

Ojalá que algún día maduremos.

2 comentarios:

  1. Las abuelas se teñian todas de ese color que venía en un pomo plateado y que llamaban, ahora no me acuerdo como pero no faltaba en ninguna casa porque en mi barrio se teñian entre ellas.
    Y lo de la realeza un horror, espero que algún día se termine de verdad, aunque no creo. Me gusta el blog y tu estilo.
    Saludos.

    ResponderEliminar